viernes, 3 de junio de 2022

Cuan verde era mi valle, Irene Ríos Sandoval

    Irene Ríos era hermana de Bernardino y de Elvira Salcedo Sandoval 


                                                   





Cuan verde era mi valle

 jueves, 3 de mayo de 2018

Doña Irene Ríos Sandoval nació un 5 de abril en el fundo La  Campañita, en San José. Su padre fue Pedro Ríos y Yépez y su madre Francisca Sandoval, con quien tuvo cuatro hijos. Don Pedro tuvo más hijos con otras mujeres y Doña Francisca dos hijos más, de un compromiso anterior con Eliseo Salcedo Ruiz: Bernardino Salcedo Sandoval, padre de Luis, Eliseo Víctor y Augusto Salcedo Reaño, y Elvira Salcedo Sandoval, madre de Salvador Zapata Salcedo (el cojo).

 

 

El tío mas admirado por las primas era Lucho Salcedo.

 

Doña Francisca y sus hijos (no sé si todos o solo los hijos de su segundo compromiso) se mudaron a vivir a Guadalupe para que los niños fueran a la escuela. Allí Irene aprendió además a tocar el piano y más tarde a componer música.

 

Mi abuela Irene vivió en Chepén y allí trabajó como pianista de cine mudo; con su música ponía las emociones: amor, miedo,  suspenso y terror, mientras las escenas iban pasando.

 

Mi abuelo, Manuel Pastor, era un asiduo concurrente al cine. Irene tocaba el piano separada del público por un biombo y el abuelo la atisbaba por las rendijas y le dejaba papelitos con mensajes de amor sobre el piano. Así se enamoraron y más tarde se casaron.

 

Supongo que cuando los hijos crecieron Irene empezó a involucrarse en los negocios de la Imprenta que ya tenía el abuelo.

 

Cuando los hijos eran jóvenes tuvieron que pasar largos meses en Lima, porque al abuelo le dieron unas fiebres intestinales que casi lo matan. Lo trataron en la Clínica Italiana y después de unos meses logró recuperarse.

 

La abuela y yo no teníamos una relación tierna. La quería, pero, como mi madre, era una mujer fuerte y poco "apapachadora". Quería que cumpliera normas que no me gustaban y que hasta hoy me parecen innecesarias. Discutíamos mucho, quería convertirme en una damita “decente” y a mí eso no me salía. Con una infancia rodeada de mi hermano, mis primos y amigos, jugadora de fútbol, campeona de canicas y trompo, el ser damisela no se me daba bien.

 

Era, como la “gente decente” de su tiempo, discriminadora y choleadora. Cuando yo ya vivía en Lima y volvía a Pacasmayo a pasar el verano, si veía a mis compañeros de escuela en la calle, me advertía: “ no los saludes, son cholos” y yo, contreras por naturaleza, los saludaba de modo más efusivo.

 

Reconozco que los veranos fueron placenteros gracias a su férrea organización. Era la primera en levantarse a las siete en punto y pasaba en bata por nuestros cuartos para ducharse. Todavía la veo en la bata azulona de felpa. Era el único momento en que la veíamos con su escaso pelo gris suelto, después se hacía una apretada cola y se colocaba un moño postizo recogido en una redecilla. Casi siempre se vestía con faldas oscuras y blusas claras. Tenía la manía - que heredé - de ponerse cartera, zapatos y correa del mismo color. Era muy "perica", usó tacos hasta casi sus noventa y ocho años y siempre estaba comprando telas para ella y para Luz; recuerdo las visitas a la costurera para probarse los vestidos.

 

Organizaba el desayuno y partía con la canasta al mercado, con una de nosotras o con la empleada. Si conseguía un buen pescado, regresaba y preguntaba a cada uno como lo quería y, aunque ahora suene imposible, nos preparaban a cada uno el plato elegido: cebiche, pescado frito, sudado.

 

A las once, más o menos,  iba a su pajarera a compartir su fruta con sus aves. Creo que era el momento más feliz de su día.

 

Siempre, entre casa, vestía un delantal con un gran bolsillo lleno de llaves y su monedero. Pasaba por la despensa y con una taza iba midiendo en tazones lo que se necesitaría para la comida. Como en toda casa que se preciaba, no se comía lo mismo por la mañana y por la noche. Y se hacían 4 comidas: desayuno, almuerzo, lonche y comida.

 

Mi abuelo era muy fácil de complacer con la comida y algunos nietos hemos heredado esa casi indiferencia con los sabores; nunca se quejaba y, a veces, cuando llegaba la hora de la infusión, el abuelo pedía anís o cualquier otra cosa que no había y la abuela le decía a la cocinera: "dele cualquier cosa, que ni cuenta se da".

 

Era alta y fuerte. Creo que cuando quedó viuda, la preocupación por Luz no le permitió deprimirse y menos morir, no quiso dejarla sin sus cuidados. Era muy lunareja, característica que con la edad, me doy cuenta de que he heredado. Calzaba 35 y tía Luz 33 ó 34, así que desde muy pequeñas nos paseábamos por la casa con todos sus zapatos de taco, sintiéndonos mayores.

 

Tenía con mi madre una rivalidad sorda sobre mi flacura. Creía que se debía a que mi madre no sabía alimentarme, así que  todo el verano me torturaba con la comida; yo era muy inapetente y, cuando los primos se paraban de la mesa a "mataperrear",  yo me quedaba frente a un vaso con leche para "completar" mi alimentación.

 

Yo era la “menos equipada” de vestuario veraniego entre las primas y la abuela partía donde las Marroquín o al mercado y me mandaba a hacer unos vestidos de percala floreada, que yo odiaba (no me gustan los floreados, uso colores enteros, pero eso jamás lo entendió mi abuela; a mí me encantaba andar con pantalones y camisas y ella insistía en ponerme vestiditos).

 

Con toda su dureza, fue quien estuvo detrás de esos veranos y de que consiguiéramos convivir los abuelos, tía Luz, tía Concho, 4 primas que llegábamos de Lima, 2 primos y los asiduos visitantes de Limoncarro.

 

Fue una mujer fuera de su tiempo, porque siempre la vi en una actitud de igualdad con el abuelo; ni sumisa, ni detrás del esposo, ni relegada a su casa. Doña Irene Ríos Sandoval administraba una casa y un periódico, trabajando codo a codo con mi querido abuelo, Manuel Pastor Ríos Gamarra.


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