El Callao (i)
Las relaciones de una metrópoli con sus ex colonias nunca
son fáciles, y España no es en ello una excepción. Tenemos los españoles una
actitud hacia los países que un día fueron posesiones nuestras entre
ligeramente culpable y básicamente pasota. La mayor parte de la gente que
conozco, incluso personas de alto nivel cultural, se podría decir que lo
desconoce todo de Latinoamérica; todo lo que no sea fútbol, claro.
España se marchó de América Latina muy tarde. Le costó mucho
irse y lo hizo, ya digo, con cierto retraso histórico, pues para cuando tiró la
toalla de conservar sus colonias, dicha conservación le había costado mucho
sudor, muchas lágrimas y muchas pesetas. Tampoco supo, o no quiso, construir un
concepto de comunidad, al estilo de la Commonwealth inglesa. Las cosas, a
veces, fueron tan mal como para que brillasen las navajas. Hoy quiero hablar de
una de esas ocasiones; un momento en el que España y alguna de sus ex colonias
se hicieron la guerra. Aunque esta guerra es muy nuestra, muy hispana pues, al
contrario de lo que pasa con las guerras que hacen los angloparlantes, en ésta
no se sabe aún, y ya han pasado más de cien años, quién la ganó, o si alguien
la perdió.
En 1824, los españoles fueron derrotados por Bolívar en la
batalla de Ayacucho, bien conocida por cualquier escolar latinoamericano en
general y peruano en particular; aunque espero que entendáis los de allá que no
es una acción bélica que se explique muy profundamente en las aulas españolas.
Vencedor pues de los españoles, en diciembre de 1826 Bolívar dicta una
constitución para el llamado Alto Perú (hoy Bolivia) y el Bajo Perú (o Perú a
secas). Esta común norma, sin embargo, escondía una división bastante neta
entre bolivaristas (que no bolivarianos) y peruanos. Bolívar le encendió el
pelo a los peruanos en la batalla de Sirón (1829), aunque dejó que Perú se
gobernase sola. Algo que hizo, desde entonces, con mayor o peor suerte.
España, mientras tanto, tomó la opción de no reconocer a
Perú como nación independiente. Los españoles andábamos arriscados con eso de
que nos hubieran dado una mano de leches (¡a nosotros!) y, sobre todo, teníamos
un problemita de pasta: queríamos que el nuevo Perú, de existir, le pagase el
justiprecio a los españoles a los que había expropiado.
Quince años estuvieron España y Perú sin decirse ni buenos
días. A ninguno de los dos, sin embargo, le venía bien esta situación. Así
pues, se iniciaron gestiones elegantes, de forma que un diplomático peruano
destinado en Francia hizo, en 1841, una gestión secreta ante el gobierno
español, interesándose por su opinión sobre la posibilidad de que hubiese un
arreglo. España contestó que sí, que vale. Prosiguieron contactos en Chile y,
finalmente, el general Echenique, al llegar al gobierno peruano, decidió
designar a un primera fila, el entonces ex ministro de Exteriores Joaquín José
de Osma, para que pilotase unas negociaciones como se debe.
El 25 de septiembre de 1853, De Osma y Ángel Calderón de la
Barca llegaron a un acuerdo para el reconocimiento de Perú por España. No
obstante, este acuerdo nunca llegó a estar vigente, pues Perú nunca lo firmó.
Todo parece indicar que, una vez leída la letra pequeña (España seguía
reclamando los duros que consideraba se le debían), encontró el acuerdo
imposible de rubricar, y ahí lo dejó morir. En 1859 hubo otro intento, en el
que se comisionó un plenipotenciario a Madrid. El problema es que este hombre,
Pedro Gálvez, sentía tan plena su potencia que poco menos que no admitía más
negociación que con la reina. Isabel II no lo recibió y la posibilidad del
acuerdo se fue al carajo una vez más.
Por medio España se anexionó Santo Domingo y se embarcó, por
unos meses, en la intervención francesa en México, de la mano de Napoleón III;
una de las mayores cagadas bélicas del siglo XIX. El caso es que estos dos
movimientos por parte de Madrid inquietaron mucho en la Latinoamérica libre. En
todos los países, aquel movimiento se interpretó como una voluntad por parte
española de reeditar el imperio y las colonias.
El guión más lógico nos habla de un posterior acercamiento
entre las partes, lubricado por el paso del tiempo y de las generaciones, que
debería haber culminado en un acuerdo amistoso. Pero no; antes, nos dimos de
hostias. Y todo comenzó el 4 de agosto de 1863, en un lugar llamado la hacienda
de Talambo.
En 1860, contratados por un español llamado Azcárate,
llegaron a Perú 300 vascos para trabajar como jornaleros en una hacienda
algodonera. Aunque el impulsor de la contratación era Azcárate, en realidad
Talambo era de un peruano, Manuel Salcedo.
Hubo problemas, no sé muy bien cuáles exactamente, pero sí
relacionados con el presunto incumplimiento, por parte de Salcedo, de las
condiciones pactadas con los jornaleros. Azcárate se retiró del negocio. Uno de
los obreros agrícolas, Marcial Miner, tuvo un durísimo enfrentamiento con
Salcedo. Éste, cabreado, buscó a otro compatriota suyo, Valdés, hombre al
parecer de mala reputación. Lo contrató para que detuviese a Miner. El tal
Valdés formó una pequeña fuerza de cuarenta hombres, se fue a Talambo, y apresó
a Miner, acción en la cual mató a un español e hirió a otros cuatro.
Según la versión española, que es obviamente la que yo tengo
a mano, el establishment peruano pasó del asesinato como de deglutir
deyecciones. El alcalde de Chepen, localidad más próxima a la Hacienda, tardó
muchísimo en tomar declaración a los agresores, amén de no detenerlos. Se
instruyó un sumario a la remangillé y de mala gana. Así las cosas, el juez de
Chiclayo, con los mimbres que tenía, no pudo sino decretar la inocencia de los
acusados, salvo dos, que fueron condenados a cuatro meses de cárcel.
Ocho meses de cárcel en total. Por la vida de un español.
Asesinado por una partida de peruanos. No, la cosa no sonó muy bien en Madrid.
Claro que cuando se quieren exagerar las cosas, se exageran.
Las crónicas españolas suelen olvidar con facilidad que el Tribunal Superior de
Justicia de Perú anuló la sentencia y que, ítem más, la propia prensa local se
puso del lado de los españoles. Copio del Mercurio local: «¡Gobierno del Perú!
Pesad en buena balanza los hechos de los últimos asesinados cometidos con
indefensos españoles residentes en la Hacienda de Talambo. Caiga la cuchilla de
la Ley sobre los culpables, por más ricos que sean».
Por si no queríamos más pruebas, el gobierno peruano destacó
un regimiento de caballería a Chiclayo, con la orden de aclarar el asunto y
poner orden.
La respuesta de España fue invadir las islas Chinchas,
importante centro productor de guano, y anunciar que no las devolveríamos hasta
que no se diese satisfacción a nuestras reivindicaciones.
El encendimiento del conflicto hispano-peruano se produce
por la combinación entre un almirante, Luis Hernández Pinzón; y un diplomático,
Eusebio Salazar Mazarredo. Hernández Pinzón recibió en aquellos días carta de
la embajada española en Washington comunicándole la decisión de retirar la
flota española del Pacífico y mandarla a Cuba. Hernández Pinzón no estaba de
acuerdo con esta medida pues consideraba que lo de Talambo no estaba resuelto,
así pues donde había que quedarse era en Perú. En eso llegó Salazar quien, pese
a traer instrucciones de Madrid de amainar las cosas, secretamente quería la
guerra. Así pues, se juntó el hambre con las ganas de comer.
El maniobrero Salazar Mazarredo consiguió ser nombrado
ministro residente en Bolivia y comisario especial de España en Perú. Con estos
cargos bajo el brazo, recibió del almirante la propuesta de ocupar las Chinchas
y le transmitió la opinión del gobierno de Madrid al respecto.
Don Eusebio tenía dos oficios de Madrid. En el primero se le
conminaba, negro sobre blanco, a conseguir «paz y buena inteligencia». En el
segundo, se le instruía para que presentase la reclamación «en términos
enérgicos, pero de todo punto pacíficos»; aunque, decía este segundo papel,
mediante esta apelación al buen rollito «queda más justificado el empleo de la
fuerza en el peor caso». «Si contra todo lo que es de esperar», decía el papel,
«la reclamación fuese desechada in limine, expresando V.S. supesar de la
precisión a recurrir a demostraciones de fuerza, que nadie querría evitar con
más cordial resolución que el gobierno de S.M., anunciará V.S. que se retira a
la goleta, dirigirá V.S. su ultimátum (…) con término de treinta horas para
contestar, psado el cual sin verificarlo o ceder a las satisfacciones pedidas,
levará V.S. anclas o adoptará sus disposiciones para la adopción de la
escuadra».
No son pocas las opiniones según las cuales, de haber
conocido Hernández Pinzón el primer papel, aquél que urgía una solución
pacífica al conflicto a toda costa, no habría procedido a colocarse surto en
las Chinchas. Pero nunca lo conoció. Eusebio Salazar, pícaro él, dijo haber
extraviado la segunda instrucción de Madrid, instrucción que, dijo además,
tenía poca importancia. Visto que las instrucciones del comisario especial eran
las que eran, el marino actuó en consecuencia, y tomó las islas. Prueba de que
Salazar sabía bien que las instrucciones que mostraba, tras haber perdido las
otras, no se correspondían con lo que sus jefes esperaban de él, es que jamás
alzó ante el gobierno peruano el ultimátum al que se refiere el papel. De
hecho, probablemente por la inseguridad en que se movía en su secreto
belicismo, Salazar fue incapaz de ordenar que se impidiese la extracción de
guano, que los peruanos continuaron a buen ritmo.
No contento con haber enmerdado así la situación, el
comisario especial redactó una declaración para las potencias extranjeras
(ingleses y franceses) en la que el asunto daba un giro radical. El conflicto,
que hasta entonces era la reclamación por parte de España de que se hiciese
justicia en un asesinato, se convirtió en una reivindicación territorial. La
declaración de Salazar, en este sentido, establecía que España tenía derechos
sobre las islas Chinchas muy similares a los que había reclamado durante años
Inglaterra sobre las islas de Fernando Poo, Annobón y Corisco; es decir, se
daba el salto cualitativo de reclamar el derecho a poseer unas islas que
entonces eran del Perú.
En Madrid alguien debió darse cuenta de que aquello era una
locura, porque do Eusebio fue finalmente repatriado. También, en diciembre de
1864, el almirante Hernández Pinzón perdió el puesto. Ambas partes, Perú y
España, desarrollaban arduas negociaciones, pero por medio se interponía el
honor. España estaba por la labor de devolver las Chinchas, pero había una
reclamación peruana que no estaba dispuesta a atender: que, en el momento de
entrar el primer barco peruano en el puerto, la escuadra española disparase un
primer cañonazo, en señal de desagravio. No sé mucho de protocolo marino, pero
al parecer ese primer cañonazo venía a equivaler a un «Vale, tío, me pasé y
merezco una colleja»; y España no estaba dispuesta a reconocer cosa tal.
El 25 de enero de 1865 el nuevo jefe de la escuadra
española, almirante Pareja, fondea en el puerto de El Callao y lanza un
ultimátum al gobierno peruano: cuarenta y ocho horas para decir sí a la
solución propuesta por España. Nosotros decíamos que vale, que dispararíamos el
puto cañonazo; pero sólo después de que el barco peruano hubiese disparado cuatro
de saludo. La mediación francesa consiguió que nos arreglásemos con dos
disparos; pero de esa burra no nos bajamos. Finalmente, y tras la llegada de un
plenipotenciario peruano (el general Vivanco, según mis notas), se acordó lo
siguiente: sería el fuerte de El Callao el que dispararía el primer cañonazo y,
después, españoles y peruanos se saludarían disparando al mismo tiempo. Eso,
más una indemnización de tres millones de pesos para España.
No hace falta explicar que a la mayoría de los peruanos aquel
acuerdo les sentó como a Classius Clay las hostias de Joe Frazier. La cosa se
puso muy caliente, tanto que el 5 de febrero, en El Callo, hubo un motín
antiespañol en el que resultó muerto un cabo, Esteban Fradera. El gobierno de
Perú actuó con prontitud en el castigo del crimen.
Las cosas no van mal con Perú. Pero, ¡ay!, España es, o era,
mucha España. Si estuvimos a punto de ir a la guerra por negarnos a disparar un
cañón antes que otro, tampoco podíamos dejar sin castigo las ofensas que se nos
habían proferido, durante estos enfrentamientos, en el principal aliado de
Perú, que había sido Chile. El almirante Pareja, en un oficio, reclamaba
satisfacciones al gobierno de Chile por las injurias proferidas contra España
en diversas manifestaciones y en la prensa local, así como por haber ayudado
descaradamente al rearme de buques peruanos y haber obstaculizado el
abastecimiento de carbón por parte de los españoles.
Y volvemos con los cañoncitos. Pareja exigía de Chile un
saludo de 21 cañonazos al enarbolar nuestro pabellón (que, en lenguaje marino,
debe de ser como pedir perdón reptando a los pies del agraviado), más tres
millones de reales. El gobierno de Chile contestó que ni de coña. Así que
España fondeó el buque Villa de Madrid en Valparaíso el 17 de septiembre de
1865, presentó el consabido ultimátum (cuatro días) y decretó el bloqueo de
Chile (bloqueo de cachondeo, porque había tan sólo cuatro fragatas para vigilar
un país que, como todo el mundo sabe, casi no tiene costa).
Hasta ese momento, España se había portado, por unas razones
o por otras, como un matón de barrio. Y le pasó lo que a algunos matones: que,
inesperadamente, le crecieron los enanos.
A finales de 1865, la escuadra española estaba enfangada en
un bloqueo imposible de Chile y ante la perspectiva, más que probable, de que
este país y Perú le hiciesen la pinza y le declarasen la guerra a la vez. Por
si no andaban bien de moral los latinoamericanos, la corbeta chilena Esmeralda
cobraba la goleta Covadonga. A principios de 1866, Perú, Chile, Ecuador y
Bolivia le declaraban la guerra a España.
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