domingo, 28 de febrero de 2021
lunes, 15 de febrero de 2021
Venta de Talambo para construir Templo de Guadalupe
VENTA DE
LA HACIENDA TALAMBO PARA CONSTRUIR EL TEMPLO DE LOS AGUSTINOS EN GUADALUPE.
La hacienda
Talambo en 1800 pertenecía a la orden de los Agustinos quienes ante el derrumbe
de su iglesia en Guadalupe, tuvieron que vender la hacienda para obtener
recursos y reconstruirla.
En 1797, se
emitió una real cédula en la cual se mandaba construir la nueva iglesia, con el
fin de que esta fuera servida por un párroco secular y así el santuario se
quedara en manos de la orden. Bajo esta presión, y con «la misericordia de
Dios, pues parecía no poder cubrir ni los gastos ordinarios
», se construyó
una nueva iglesia en «lo último del pueblo sin casa alguna a la espalda», a 480
varas de donde quedaba la iglesia principal.
Este templo fue inaugurado el 10 de diciembre de 1799. Desafortunadamente, el derrumbe de su techo, el 13 de marzo del año siguiente, dañó la imagen de la Virgen que allí había sido colocada (y que era copia de aquella que se guardaba en el santuario).
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En esta ocasión, las autoridades no aceptaron demoras: los agustinos tenían que construir una nueva iglesia o perderían el santuario. La orden afrontó la tarea con rapidez. Si antes se habían demorado en encontrar un terreno adecuado para levantar la iglesia, ahora hallaron uno justo frente a la plaza del mismo convento.
Para su
construcción, se contó con el maestro mayor de alarifes Evaristo Noriega, quien
terminó por desarrollar una versión en menor escala de la iglesia de Nuestra
Señora de Guadalupe.
Los materiales se consiguieron en la localidad: la piedra laja se sacó del cerro de San Josef, y hasta los restos de la primera iglesia sirvieron para los cimientos. La obra total costó 9085 pesos, de los cuales 8500 entregó el padre visitador de la orden a don Vicente Labora, hacendado importante, encargado de tenerlos en depósito y a disposición del obispo. El resto tuvo que cubrirlo el santuario.
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Quizás por este motivo el convento vendió la hacienda de Talambo. Aunque las razones que se adujeron en la solicitud de permiso para vender a las autoridades agustinas de Lima fueron que la hacienda estaba muy venida a menos, sin aperos y con muy poco cultivo, resulta muy suspicaz que la venta se realizara entre 1801 y 1802, precisamente cuando el convento tenía que construir la segunda iglesia.
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Sin embargo, no
se puede descartar que la hacienda, efectivamente, le diera poca o ninguna
utilidad.
En esta ocasión, la iglesia sí fue construida sólidamente, lo suficiente como para soportar un terremoto acaecido en 1803, cuando aún las obras estaban en marcha.
El alarife Noriega no se fue del valle mientras se construía la nueva iglesia, y ayudó a reparar otras en Trujillo después del mencionado terremoto. Además, se sabe que diversos artesanos estuvieron trabajando en Guadalupe, como Sebastián Marquina, maestro mayor de plateros, y el pintor Cayetano Ruales. Posiblemente, se encargaron de remozar el santuario o de componer la nueva iglesia.
TEXTO COMPLETO
Sobre la base de documentación local, este artículo analiza los conflictos que surgieron, entre los siglos XVI y XVIII, por el control del santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, ubicado en el pueblo de Guadalupe, en la costa norte
del Perú, y que tuvieron como actores a la Corona española, al obispado de Trujillo, a algunos clérigos seculares, a la orden de San Agustín y a la población del lugar.
Palabras
clave: Guadalupe,
Trujillo, orden de San Agustín, conflicto de poderes
historica XXX.2 (2006): 41-68 / ISSN 0252-8894
* Este artículo forma parte de una investigación mayor dentro del proyecto «Identificación e inventario de conservación del monasterio de los Ermitaños de San Agustín y santuario de Nuestra Señora de Guadalupe» (Patrimonio Perú, Lima, 1999-2000).
De otro lado, el apoyo de la Fundación Carolina me ha permitido ampliar y retrabajar el tema aquí discutido. Las afirmaciones que aparecen en el presente trabajo son discutidas con mayor amplitud en Aldana Rivera, Susana. «Nuestra Señora de Guadalupe: el poder de la fe». Texto inédito (2000).
42 historica XXX.2 / ISSN 0252-8894
La llegada de los españoles a las tierras del imperio incaico implicó el establecimiento de un orden sociopolítico diferente del existente, pero también supuso la imposición de una cosmovisión distinta, puesto que se asentó la religión católica, monoteísta y de carácter marcadamente patriarcal, la cual,
además, sirvió de sustento ideológico para la consolidación del gobierno ultramarino. Así, al compás de la llegada de los españoles, florecieron, de un lado, ciudades, villas y pueblos, instrumentos de gobierno que seguían el estilo de vida español, y, del otro, múltiples iglesias, ermitas y santuarios,
herramientas de conversión a la nueva fe, pero también de control ideológico de la población. El estudio de lo ocurrido con el santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, en el norte del Perú, constituye un excelente ejemplo para lo dicho, pues se fundó una iglesia y, con ella, también un pueblo, es decir, el santuario refleja la combinación de voluntades, pues aquí se estableció una religión y se erigió un pueblo.
Como cualquier sociedad de antiguo mundo, la población nativa era profundamente religiosa, y el ritual —quizás más que la creencia— era el centro de la vida diaria, era aquello que permitía el milagro de la supervivencia cotidiana. Los españoles rápidamente percibieron esta situación por cuanto ellos también eran profundamente religiosos, aunque
de manera cualitativamente diferente: finalmente, su religiosidad, beligerante, reflejaba la lucha de siglos contra el Islam. Pero en todo caso —y tal como se verá más adelante—, construir una iglesia y, más aún, tener un símbolo religioso de prestigio aseguraba que la gente se mantuviera congregada en torno de los mismos y que se les entrenara en las formas de vida española. En el norte del Perú, no solamente se bautizaron ídolos o se colocaron cruces sobre los cerros tutelares, sino también se establecieron iglesias en lugares densamente poblados de nativos —y, por lo general, cerca de lugares de culto de esa misma gente— como una forma de desplazar a la religión autóctona y dar preeminencia progresiva a la creencia —y cultura— foránea. Al menos en esta zona, no basta simplemente con señalar la imposición a la fuerza, pues no se registran mayores persecuciones religiosas ni tampoco campañas de extirpación de idolatrías, y la síntesis y la mixtura de creencias y rituales se mantiene vigente hasta hoy en día.
Dos supuestos son importantes para nuestro estudio. En primer lugar, es conocido que a lo largo del virreinato fue común la competencia entre as órdenes religiosas: cada una buscaba convertir el mayor número de almas, por lo que trataba de tener la iglesia más suntuosa, los ornamentos
más llamativos, el coro de voces más atractivo y, por supuesto, la imagen más milagrosa. El santuario de Nuestra Señora de Guadalupe permitió que los agustinos que lo regentaban tuvieran una posición preeminente en toda la región con tan solo la imagen en bulto de la Virgen. En
segundo lugar, también es conocido que la Corona intentó controlar y limitar el poder de las órdenes religiosas en estas tierras desde casi el
inicio del
periodo colonial, y que, por eso, hubo un temprano problema
de competencia
y control cuando dicha iglesia de Nuestra Señora de
Guadalupe se
convirtió en uno de los santuarios de mayor renombre y
reconocimiento
de la región. Más adelante, cuando los vientos políticos
cambiaron con
los Borbones, hubo un renovado interés por el control
de las grandes
órdenes en América.
Estas dos
cuestiones son las que me interesa abordar a partir de la
historia del santuario y convento de Nuestra Señora de
Guadalupe.
En la década de
1560, hubo una fuerte competencia entre el dueño de la
imagen de la
Virgen y el clero regular —a quien la donó—, por un lado,
y el secular,
por otro, por ver quién finalmente se quedaba con ella. Este
problema se
solucionó recién en la década de 1620, cuando se construyó
el santuario en
el que la imagen se encuentra hasta hoy. Sin embargo,
en la década de
1760, estallaron nuevos litigios de competencia entre el
obispado y la
orden regular para determinar quién debía controlar ya no
la imagen en
bulto de la virgen, sino, curiosamente, la custodia y la iglesia
del convento,
un problema que se resolvería —si se puede decir que hubo
una solución—
hacia 1800, en vísperas de la independencia.
En el caso de
Guadalupe, hubo visibles conflictos entre cleros secular
y regular, los
que tomaron como pretexto el control de objetos de alta
devoción
religiosa, así como la iglesia que los contenía. Pero también
dichos
conflictos expresaron ciertamente la voluntad del gobierno
virreinal por
imponerse sobre laicos y religiosos; y, de un modo más
sutil, una
lucha por lograr representatividad y reconocimiento social y,
sobre todo,
estatus y poder económico en la región. El acápite llamado
«Unas líneas
sobre el santuario» me permite enmarcar precisamente los
conflictos
señalados, describiendo la ubicación espacial y cronológica del
convento e
iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe. A continuación,
establezco cómo
surgió la competencia por el control de la Virgen y de
la iglesia en
el temprano siglo XVII, pues «antes del primer milagro,
no la
pretendieron los curas». Posteriormente, analizo de qué modo el obispado de
Trujillo pretendió hacerse de la iglesia en el siglo XVIII,
cuando estaba
«en posesión inmemorial de dicha feligresía», así como
la solución que
se planteó. Finalmente, algunas ideas me sirven de
conclusión y
colofón a los conflictos en torno de la iglesia, los que no
terminaron con
el virreinato, sino que se proyectaron a la república,
cuando se
generaron otros tipos de conflictos alrededor del santuario,
que, hasta hoy,
emergen cada cierto tiempo.
unas líneas
sobre el santuario
El norte del
Perú posee una geografía muy difícil: desde Trujillo hasta la
frontera norte,
se encuentran pampas que se van abriendo de la mano
con el ancho de
la costa y que, bastante secas, son surcadas cada cierto
tiempo por ríos
de curso irregular. Los valles que se forman son una suerte
de pequeños oasis, que se ensanchan hacia los valles medios, en la base
del piedemonte
andino, generalmente muy ricos en tierras agrícolas. Sin
embargo, más
importante que dichas tierras es la escasa agua que permite
su irrigación,
la cual fue aprovechada por las sociedades prehispánicas
mediante la
construcción de una espectacular infraestructura hídrica:
desde el valle
de Chicama, cercano a la costa y con riego constante, se
continuaba
hacia el valle mediano del río Jequetepeque, cuya riqueza
agrícola se
potenció al ser vinculado con el de Saña mediante canales.
Los dos
últimos, a su vez, constituían el cierre de todo un grupo de valles
agrícolamente
más rico que Chicama: Lambayeque. Todo el conjunto
conformaba un
gran oasis prehispánico que, desde Trujillo, se proyectaba
hasta el Alto
Piura, y su buena marcha dependía profundamente
del agua existente.
En un espacio
tan precario desde el punto de vista ecológico, no sorprende
la fuerte
tendencia religiosa que mostraba su gente en la época prehispánica,
dado que el
sustento diario estaba condicionado a las buenas
condiciones climáticas. Y aunque no se conoce de una
religión unificada,
oficial, al
estilo de lo que existía para el sur (Inti, Viracocha, etcétera), sí se
sabe de la
fuerte presencia de símbolos religiosos que refieren a personajes
recurrentes en
toda el área andina, representados en importantes huacas
y cerros. No
llama la atención que, en 1572, cuando se volvió a reducir
la encomienda
de Chérrepe, un pueblo como Ñoquique desapareciera
—según el auto
de reducción— por estar cerca de ciénagas que provocaban
enfermedades y —muy
probablemente— por estar «rodeado de
huacas nefastas
para la doctrina».10 Su población pescadora fue trasladada
a Chérrepe,
mientras que la labradora fue reubicada en los alrededores
de Guadalupe,
lugar cercano a las zonas anteriores: 293 tributarios —y
sus familias—
fueron movilizados en tan solo diez o doce días por el
ejecutor de la
reducción, Antonio Corzo, criado de Francisco Pérez Lezcano,
encomendero
principal y fundador del santuario bajo estudio.11
En el traslado
de la gente, debió influir el hecho de que muy cerca se
encontrara
Pakatnamú, importante centro administrativo-religioso del
valle de
Jequetepeque, de origen prehispánico, y que, un poco más al
norte, la
advocación católica principal fuera el Niño de Eten.
Guadalupe, por
tanto, era ideal para establecer una ermita: se combinaba
el carácter
religioso local con la voluntad de los recién llegados
por establecer
un lugar de culto español en un espacio con abundante
población
indígena. Y quizás por eso, en la merced para fundar una venta
que el
licenciado Pedro de la Gasca le concediera al capitán Pérez Lezcano,
se estipuló la
necesidad de erigir una ermita con todo lo necesario
para que
cualquier clérigo que pasara por allí pudiera decir misa para
españoles y
naturales. Bajo esta normativa, el encomendero erigió una
primera ermita,
que varias veces fue reconstruida. Cuando Pérez Lezcano se encontraba en
España, país al cual fue expulsado a fines de la década
de 1550, mandó
tallar una copia fiel de la imagen de Nuestra Señora
de Guadalupe de
Extremadura en pago a una promesa,12 y, a su retorno
en 1561, trajo
la reconfirmación real de la encomienda de Chérrepe y
Moromoro, la
imagen y una bula papal que lo hacía dueño indiscutible
de la misma.
Incluso se sabe que ya antes de salir para España, el encomendero
había mandado
construir una ermita mejor y más grande donde
colocar la
imagen, guardada en un arca de cuero labrada, forrada en finas
telas
holandesas y brocados, que existe hasta la actualidad.
La Virgen
arribó a estas tierras con fama de ser muy milagrosa: no solo
el barco que la
transportaba había llegado sin ningún problema —cuando
era tan
riesgosa la travesía marítima—, sino que incluso cuando hubo
que cruzar el
Darién, la única mula que no tuvo ningún tropiezo en el
farragoso
camino fue la que cargó la imagen. Por si fuera poco, se cuenta
que la flotilla
de cuatro barcos que trasladaba al virrey Francisco de
Toledo hacia el
Perú (1569) enfrentó una tormenta terrible, y que, ante
el peligro,
este se encomendó a la virgen de Guadalupe, venerada en el
valle de
Pacasmayo, de la que había oído grandes cosas.13 El posterior
agradecimiento
aseguró la creación de una iglesia para dicha virgen en el
lugar de la
ermita de Pérez Lezcano: apenas desembarcó, el virrey ejecutó
una cédula
real, firmada en 1568, que buscaba promover la creación
de monasterios
en los nuevos reinos, dándole especial apoyo a la orden
franciscana.
Ahora bien, a pesar de que la cédula beneficiaba a dicha
orden, Toledo
extendió sus efectos a la ermita de Guadalupe, regentada
por los agustinos.
El 6 de junio
de 1563, se había fundado un convento de la orden de
San Agustín en
el valle de Pacasmayo, siendo su primer prior fray Andrés
de Ortega.14 La
advocación principal fue la de la virgen de Guadalupe,
por lo que Guadalupe fue el nombre que recibió el asiento
de españoles
establecido
alrededor de la casa de los agustinos. Al año siguiente, Pérez
Lezcano les
donó la imagen y la ermita, asegurándoles además rentas
suficientes
para que se mantuviera la capilla, la cual —por pedido expreso
de los
agustinos— había sido mudada a un lugar más conveniente dentro
de la ermita y
vuelta a construir bajo los oficios del encomendero. Años
más tarde,
levantada una iglesia merced a la gestión del virrey Toledo,
como se ha
dicho, esta se vio seriamente afectada por las grandes lluvias
de 1578, y,
aunque el santuario no dejó de tener feligresía, la situación
generó un
reacomodo poblacional —con la consecuente migración de
nativos— que
los españoles no supieron enfrentar. Por aquel entonces,
acababa de
fallecer Pérez Lezcano, por lo que este no pudo, obviamente,
ocuparse de
reconstruir el santuario. Sin embargo, su viuda y sus descendientes,
al parecer,
pusieron algún empeño en ello, ya que la iglesia
resurgió. En
1598, esta logró resistir un terremoto, pero no ocurrió lo
mismo el 14 de
febrero de 1619, cuando un nuevo sismo la destruyó
por completo.
Con este fenómeno natural, culmina la primera etapa del
santuario, pues
tras tres ermitas y dos iglesias, finalmente los agustinos
decidieron
mudar el templo a un cuarto de legua del lugar original. Allí
se construyeron
la iglesia y el convento de Nuestra Señora de Guadalupe,
que hasta hoy
subsisten. Hacia 1634, la construcción del templo ya había
terminado
(incluso poseía una pila bautismal, la cual sería fuente de
problemas un
siglo después), y, para 1643, la iglesia estaba oficialmente
consagrada y
convertida en un afamado santuario, un lugar de peregrinaje
y de especial importancia para el mundo católico
virreinal.
«antes del
primer milagro, no la pretendieron los curas»:
los conflictos
del siglo xvi
La imagen en
bulto de Nuestra Señora de Guadalupe ha estado siempre
en medio de
problemas y conflictos. Cuando el capitán Pérez Lezcano
la mandó tallar
al santuario de Nuestra Señora de Guadalupe de Extremadura,
los jerónimos
que lo regentaban se negaron a entregarle la
imagen una vez
culminada, pues era tan bella que quisieron retenerla.
Tuvo que
intervenir el nuncio del Papa para poder vencer la resistencia
de los frailes.
A pesar de que
la ermita fue construida cumpliendo una orden estipulada
en la merced de
La Gasca, Pérez Lezcano no tomó la precaución
de solicitar la
licencia respectiva al arzobispo de Lima, el férreo don
Jerónimo de
Loayza, y ni siquiera tuvo permiso del vicario de Trujillo. Si
bien dicho
capitán señalaba que la ermita era un lugar de culto privado,
el temor de que
le arrebataran la imagen quedó en evidencia cuando,
ni bien
colocada la Virgen, indicó «que no se entremetiese el señor arzobispo
ni el vicario
de esta ciudad ni otra persona alguna en lo tocante
a dicha
imagen».15
El temor del
encomendero tenía asidero no solo en
la belleza de
la figura, sino en la fama que la rodeaba, la cual, utilizada
adecuadamente,
permitiría facilitar la evangelización, considerando la
visible
fascinación que sentían los nativos por las imágenes religiosas,
sobre todo por
las que tenían reputación de milagrosas.16 Tampoco hay
que olvidar
que, para entonces (hacia 1561), pocas debían ser aún las
imágenes
religiosas en estas tierras traídas directamente desde la península,
por lo que la
talla de Nuestra Señora de Guadalupe tenía el añadido
social de haber
sido confeccionada en la misma España.
La situación se
agravó cuando Pérez Lezcano juzgó que la imagen en
bulto de la
Virgen debía estar en manos de los agustinos, quienes, tal vez, llegaron al
valle a pedido del mismo capitán.
El encomendero
retornó de España en 1561, justamente el año en que llegaron los agustinos, y
pudiera ser que
se conocieran en la travesía. En todo caso, a poco de
colocar la
imagen en la ermita, Pérez Lezcano se las donó a los agustinos,
quienes
terminaron por hacerse oficialmente cargo de la donación en
1564. Es
posible que la intención del encomendero fuera ayudar a los
recién
llegados, pero también —y esto es más probable— poner la Virgen
a buen recaudo,
protegiéndola de las manos oficiales del arzobispado y
de los clérigos
seculares: al ser los agustinos ermitaños —es decir, monjes
de clausura—,
la imagen, en principio, iba a ser mantenida fuera de la
vista del
pueblo y de las autoridades eclesiásticas en particular.
Sin embargo,
también cabe la posibilidad de que Pérez Lezcano no
pudiera ya
manejar la ermita, cuya fama no cesaba de atraer gente, por
lo que dársela
a los agustinos fuera un modo de librarse del problema. Si
bien en un
principio el mercedario fray Esteban Matoso estuvo a cargo
del altar de la
ermita, luego esta fue encargada a dos curas doctrineros
de Chérrepe y
Chepén, Francisco Sánchez y Francisco Ruiz, respectivamente.
Pero de los
documentos se desprende que estos no cumplían a
cabalidad con
sus deberes, y con la excusa de que la encomienda no había
contado con
clérigo alguno por más de dos meses, se donó la imagen
a los
agustinos, quienes le hicieron un altar y le celebraron misa «todo
con el poder de
Lezcano, quieta y pacíficamente».17
Este fue el
inicio del enfrentamiento: apenas se hizo la donación de
la Virgen, los
dos clérigos antes mencionados hicieron sentir su descontento,
como también la
vicaría de la ciudad de Trujillo. Esta institución
deseaba tener
bajo su directa jurisdicción a una imagen tan venerada y
con tanto
arraigo en la población: sus autoridades señalaron que en el
repartimiento
de Chérrepe existían dos iglesias además de la ermita de
Lezcano, y que
sus clérigos se habían encargado de administrar los sacramentos
en la localidad
antes de la llegada de la imagen.
Esta situación
se combinó con el interés del arzobispo Loayza por controlar a las órdenes
religiosas y
que fuera el arzobispado de Lima el que tuviera realmente el
gobierno del
tema religioso en el extenso territorio de su jurisdicción.18
La fama de la
Virgen —y lo que ello conllevaba— había sido el detonante
de la
situación: ¿habrá sido casual que los problemas comenzaran justo
cuando ocurrió
el primero de los milagros que hizo en el pueblo y que
fue conocido
por la gente? Como bien lo dejaría señalado el cronista
agustino
Antonio de la Calancha, quien pasó por la región a principios
del siglo XVII,
«sólo se ha de advertir que antes de que hiciese el primer
milagro no la
pretendieron los curas y después que lo hizo, alegaron con
tenacidad ser
suya y no de mi religión».19
Para hacerse
cargo de la imagen, las autoridades religiosas le iniciaron un
juicio a Pérez
Lezcano y a los agustinos (1565).
El asunto era
complicado:
aquellas
utilizaron el argumento de que el encomendero había erigido la
ermita sin
permiso, por lo que esta no estaba oficialmente bajo la jurisdicción
de la Iglesia
y, por lo tanto, no podía tener cura doctrinero ni dar
doctrina ni
otro servicio a los nativos. La justificación, ya señalada, era
que existían
dos iglesias en la zona, una para los indios labradores (probablemente
en las zonas de
Chepén o Ñoquique) y otra en el pueblo de los
indios de la
mar o pescadores (muy probablemente, Chérrepe).
Ambas
iglesias tenían
clérigos seculares asignados para administrar sacramentos
y dar doctrina,
y, además, dependían directamente del vicariato.
Estos clérigos,
los mencionados Francisco Sánchez y Francisco Ruiz, se
presentaron en
Guadalupe para llevarse la imagen de la Virgen, aunque fuera a la fuerza.
Señalándose como enviados del vicariato de Trujillo, y
acompañados por
un negro y dos mozos con sable en mano, trataron de
echar fuera de
la ermita al agustino fray Luis López Calderón y tomar
posesión de la
imagen.
El fraile se
encerró en la ermita y se negó a abrirles
a pesar de las
imprecaciones para hacerlo, los insultos consecuentes y las
veces que
intentaron traer abajo la puerta. Mas lo que colmó la paciencia
de los vecinos
y los enfureció fue el hecho de que trajeran leña para
prenderle fuego
al lugar y así sacar a la Virgen. Don Luis de Roldán,
cuñado de Pérez
Lezcano, señala en su testimonio que pidió «que sacasen
primero a la
Madre de Dios y quemasen la hermita y si a ella también
querían quemar
él no consentiría pegasen el fuego».20
Es muy probable
que esta asonada ocurriera el 7 de diciembre de 1565:
Calancha
registra el día, mas no el mes ni el año, en que la segunda
ermita de
Nuestra Señora de Guadalupe fue pasto de las llamas, sin dar
mayor
información al respecto.21 Diciembre era el mes ideal para que
estallara el
conflicto, porque si bien todavía el dogma de la Inmaculada
Concepción no
estaba oficialmente aceptado por la Iglesia católica, el
pueblo ya le
otorgaba un contenido fuertemente mariano a este mes, y,
muy
probablemente, el número de peregrinos al santuario aumentaba,
y, por ende, la
demanda de sacramentos, cuyo pago no beneficiaba a
los curas
doctrineros, sino a la orden agustina.
El ruidoso
pleito duró
más de dos años
y tuvo como actores a los vecinos de Guadalupe, a los
agustinos, a
miembros del clero secular y al vicariato de Trujillo —incluso
con la
intervención del arzobispo Loayza—.
Pero ¿cuáles
pudieron ser los problemas de fondo en el caso de la iglesia
y convento de
Nuestra Señora de Guadalupe como para que se generasen
tantas
pasiones? No está de más recordar que en estos años no era tan
fácil fundar
ciudades ni mucho menos establecer monasterios. Debía
contarse con el
permiso de la Corona, que si bien era bastante reacia a que
se fundara cualquier ciudad —con categoría de tal—, fue
relativamente
accesible a apoyar el paso de órdenes a América. Esto se
debía a que ellas
le permitían a la Corona un control indirecto de la
población nativa, por
cuanto, mediante la evangelización, ayudaban a civilizar
a los indígenas,
es decir, instruirlos en el modo de vida español
—contenido subliminal
de la enseñanza de la nueva fe—. Que una orden contara
con el permiso
de la Corona para establecerse en las nuevas tierras le
suponía tener un
auxilio asegurado para fundar conventos y construir
monasterios. Además,
con el dinero del rey, viajaban los religiosos que las
órdenes enviaban a
América, casi siempre en número de doce, como los
apóstoles. Una vez
llegados a las Indias, se encontraban con autoridades que
tenían que
proporcionarles los recursos mínimos para vivir con
decencia y una casa
donde morar y establecer el convento. La Corona ordenó
que se financiara
la erección de iglesias y conventos, por lo que,
generalmente, los virreyes
buscaron la participación de los notables, fuesen
españoles o indios, en
las cargas que suponían los nuevos establecimientos
religiosos.22 En un
medio en que la religión tenía tanta presencia, financiar
algo vinculada a
la misma implicaba posicionarse socialmente y obtener
reconocimiento
en la localidad y hasta en la región. Además, la
construcción de una iglesia
era trabajo de todos. Por ejemplo, en la construcción de
la primera
iglesia de Guadalupe, contribuyeron los indios con su
mano de obra y los
encomenderos, cediendo a estos y entregando dinero para
los materiales
faltantes.23
Las normativas establecieron que no debía haber más de un
monasterio
en un pueblo y su comarca, y, en general, no debía haber
convento fuera
de los límites de una ciudad o villa importante
(normativas que, dicho sea
de paso, no fueron cumplidas con mucho apremio).24 En
muchos casos, y
baste mencionar a la próxima Saña, hubo varios monasterios
y conventos
en un solo lugar; y, en el caso específico de Guadalupe,
este santuario fue
una gran excepción a la regla, pues estaba algo lejos de
esa importante
villa de Saña, más alejada aún de la no menos activa
villa de Lambayeque
y, por supuesto, distante de la única ciudad de la
región, Trujillo.
Aquí pudo estar el primer problema. La imagen convocaba a
un número
creciente de feligreses, que, progresivamente, se fueron
asentando
en los alrededores, creando un problema para el
vicariato: una orden
regular, que estaba fuera de una ciudad, poseía una
imagen que estaba
potenciando la existencia de un asentamiento de
españoles. Dicha orden,
además, de manera rápida se hizo dueña de prácticamente
todo el
valle y hasta contó con la acogida benévola de los
curacas o filcas locales
importantes.25 Considerando que se buscaba afianzar el
poder de la
Corona en estas tierras y se había luchado contra el
intento de que los
encomenderos se consolidaran como señores locales, el
comportamiento
de esta orden suponía un exceso de autonomía para los
tiempos que se
vivían.
Peor aún si al asentamiento alrededor del convento y la
iglesia,
merced a la fama de la Virgen, la gente —e incluso
autoridades— les
otorgara el rango sacro —y no jurídico— de ciudad.26
Pero también hubo de trasfondo un problema de competencia
económico-
religiosa. En un momento en que toda una nueva forma de
vida se plasmaba en el antiguo Tahuantinsuyo, se
construían ciudades
y se imponía una nueva fe, el acceso a la mano de obra
indígena era
fundamental. Cuando ella era abundante, no había mayores
problemas, ni siquiera para construir templos.27 Pero el norte peruano enfrentó
una
de las más altas tasas de despoblamiento local, y esta
situación complicó
la labor evangelizadora, pues era difícil congregar a la
gente ya que las
reducciones y asientos de indios nacían y morían con suma
rapidez: un
año de lluvias o de sequía bastaba para que el recién
formado pueblo
abandonara su asentamiento original y se mudara a otro.28
El punto era que evangelización y sustento iban de la
mano. ¿De qué
otro modo podían sobrevivir los sacerdotes en un momento
en que un
nuevo orden político estaba naciendo? El clero secular
estaba a cargo
del adoctrinamiento de los indígenas y vivía de la
administración de los
sacramentos que supuestamente se impartían en una
iglesia, capilla o
ermita que el vicariato reconocía oficialmente.
En el caso bajo estudio, el
sínodo estableció que el salario del clérigo encargado de
la doctrina de la
zona fuera pagado sus dos terceras partes por los indios
del repartimiento
de Chérrepe y una tercera parte por el de Chepén. Pero
como los poblados
se esfumaban tan rápido, los clérigos seculares se movían
detrás de
los indios para adoctrinarlos, esperando que la siguiente
fundación —o
asentamiento— del pueblo —e iglesia— fuera la última.
La competencia de los agustinos era imposible de
enfrentar. Se asentaron
en el valle con iglesia, un convento con novicios y,
sobre todo, con
una imagen reputada como muy milagrosa. Solo este último
hecho convertía
en atractiva a la iglesia, pues la población indígena,
acostumbrada
a representaciones geométricas, se aficionó fuertemente a
las imágenes
en bulto y a las pinturas. Muchos indios, por propia
voluntad, buscaron
habitar cerca del santuario, recibir los sacramentos allí
y también,
por supuesto, ser adoctrinados por sus poseedores, los
agustinos. Así,
mientras los clérigos seculares corrían tras su
feligresía, los agustinos la
convocaban, en cantidad creciente, gracias a esta imagen.
Tan ubérrimo valle necesariamente debía ofrecer
importantes ingresos.
Y si bien en principio los agustinos no debían dar
doctrina ni administrar
servicios eclesiásticos por cuanto eran ermitaños, los
creyentes
debieron presionar por los mismos. Al fin y al cabo, la
imagen que ellos
custodiaban tenía fama de milagrosa, y los indios locales
y los peregrinos
debieron buscar enfáticamente, los primeros, recibir
doctrina donde la
Virgen estaba —es decir, en la capilla y en la casa de
los agustinos—, los
segundos, poder visitarla, y ambos, que se les
administraran sacramentos
bajo advocación tan poderosa. Esto configuraba una
situación difícil
para los curas doctrineros, establecidos en otras
iglesias pero asignados
oficialmente a la zona.
Por causa del litigio, supuestamente los agustinos tenían
que entregar
la imagen al vicariato de Trujillo. No obstante, en el
documento de donación
de 1564, Pérez Lezcano había establecido que no se mudase
la
advocación de la capilla ni que se permitiese a la imagen
salir del valle.
Es más, el mismo capitán señaló en el juicio que era la
misma Virgen
quien no quería mudarse de lugar, pues cuando intentó
llevarla a Trujillo,
la mula en la que era transportada se perdió y apareció
después
cerca de la ermita. Y cuando trataron de alzarla para
moverla, pesaba
demasiado. Así, no era él, Pérez Lezcano, un simple
encomendero que
rompía las reglas, sino que la Virgen misma había
decidido quedarse en
donde estaba. Se trataba, obviamente, de una exitosa
táctica dilatoria
para incumplir la entrega.
El problema de los agustinos y el encomendero con el
vicariato trujillano
parecía no tener solución. Las presiones de uno y otro
lado eran
muy fuertes. Finalmente, cuando el prior agustino estaba
a punto de
ceder y entregar la imagen a las autoridades religiosas,
se retractó el vicario
de Trujillo y se levantó el juicio. El mismo arzobispo
Loayza tuvo
que ceder. Quizás por eso, también los miembros de la
orden dejaron
de causar problemas. En realidad, no sabemos qué fue lo
que determinó
que las autoridades eclesiásticas desistieran de su
pretensión, pero sí que
la imagen se quedó en Guadalupe. A pesar de este
resultado, el problema
de la competencia volvió a surgir casi dos siglos
después.
«estando en posesión inmemorial de dicha feligresía»:
las competencias del siglo xviii
El ascenso de los Borbones al trono español significó un
giro drástico en
las relaciones entre el Estado y la Iglesia, pues, a
diferencia de la dinastía
previa, estos buscaron tener un estado centralizado, lo
que implicaba,
entre otras cosas, controlar a la Iglesia e incrementar
la presencia de militares
en el Nuevo Mundo.29 Si bien Hispanoamérica había
construido
una autonomía relativa, no es menos cierto que la Iglesia
había fungido
como una institución que cimentó la relación entre
aquella y España.
La voluntad de los Borbones de reconquistar los
territorios americanos
o, en todo caso, de convertirlos en verdaderas colonias
implicaba no solo
controlar sus recursos, sino, sobre todo, establecer una
relación diferente
entre el gobierno y la población, en donde la Iglesia
tuviera un rol menos
central como mediador ideológico.30
En este contexto, era lógico que entre las primeras
víctimas de la Corona
se encontraran las órdenes regulares. En 1757, se ordenó
que se
secularizara toda iglesia que estuviera en manos de
dichas órdenes y que
administrara sacramentos.
En el caso de los agustinos de Guadalupe, si
bien estos eran ermitaños, la presión de la feligresía
los había obligado a
administrar sacramentos. Pero ese no era el único
problema: en el tiempo
transcurrido desde el primer conflicto por el control de
la imagen, los
agustinos se habían hecho cargo de la iglesia de Chepén,
además de la
administración que ejercían del santuario. Esta situación
era altamente
irregular dado que, primero, Chepén era un pueblo,
mientras que Guadalupe,
tan solo un asiento de españoles, y, en principio, la
iglesia matriz
debía estar en el núcleo poblacional de mayor categoría.
En segundo
lugar, las iglesias que administraban sacramentos y
doctrinas debían estar
en manos de clérigos seculares que respondieran
directamente al obispado
(de Trujillo, en este caso). En virtud, pues, de la
cédula de 1757 se ordenó
que la iglesia matriz —que en la práctica era Guadalupe—
y sus anexos
—Chepén, la que en teoría tenía que ser la principal—
debían pasar al
control de un clérigo secular.
Para los agustinos, el mandato les generaba un gran
inconveniente.
Si bien el santuario había sido sumamente importante en
el siglo XVII,
el culto mariano había venido disminuyendo sostenidamente
a lo largo
del XVIII, con el subsecuente impacto en el volumen de la
feligresía y
en el número de religiosos que habitaban el convento del
santuario: de
cincuenta o más en sus mejores tiempos, ahora apenas
alcanzaban nueve
o diez. Solucionar el problema en dicho momento implicó
que la orden
reconociese que había disminuido su poder y que señalara
que la iglesia de
Chepén nunca había pertenecido a la orden y que tan solo
se encontraba
bajo el cuidado de un sacerdote agustino. Tuvieron que
aceptar que la
matriz del curato era en realidad Chepén y no Guadalupe.
La solución adoptada, sin embargo, reabrió el problema
que había
parecido zanjarse casi dos siglos antes: solo las
iglesias de pueblos eran las
que podían administrar sacramentos y no las que
pertenecían a clérigos
regulares, más aún si estos eran enclaustrados, como los
agustinos. Así,
el santuario —iglesia y convento— corría nuevamente el
riesgo de ser
entregado al clero secular y, por tanto, colocado bajo el
dominio directo
del obispado de Trujillo. El asunto era complicado no
solo por el conflicto
y la rivalidad entre religiosos regulares y seculares,
sino porque el mismo
pueblo estaba a la expectativa del devenir de su
santuario.
Cuando en 1760 el obispo de Trujillo, Francisco Xavier de
Luna Victoria,
realizó una visita pastoral al santuario, la tensión era
tal que —como
dicen los documentos— podía sentirse en el aire.31
Curiosamente, la
disputa no era más por la imagen en bulto de la Virgen,
sino por la
custodia ubicada en la iglesia. ¿Por qué cambió de
orientación el culto?
No lo sabemos, pero quizás se debió a modificaciones en
la percepción
religiosa de la feligresía. Mientras que en el siglo XVII
la cofradía de
Nuestra Señora de Guadalupe convocaba a los fieles y era
la encargada de velar por todos los rituales religiosos vinculados a la fiesta
de la Virgen
en diciembre, a mediados del XVIII dicha cofradía
desapareció y pasó
a formarse la Hermandad de Cristo en la misma iglesia, en
un momento
en que cultos como el Señor de los Milagros comenzaron a
tomar
importancia.32 Este fue un punto de quiebre en la
devoción que quizás
coadyuvó a que el santuario fuera declinando en
importancia y que no
tuvieran éxito los múltiples intentos por repotenciar
religiosamente la
imagen y el santuario a lo largo del siglo XVIII.
En todo caso, el interés de Luna Victoria era la
custodia, considerada
la representación de Jesucristo. Y el problema radicaba
en que ella se
encontraba en el nicho del altar mayor —probablemente al
costado de la
imagen de la perfecta—: supuestamente, el obispo tenía
que hacerla bajar
para honrarla, algo que los agustinos no estaban
dispuestos a conceder,
pues señalaban que esta alhaja era «propia del convento y
no pertenecía
de modo alguno a beneficio curado». No obstante, Luna
Victoria salvó
el problema de manera muy inteligente: declaró visitar la
custodia como
propia del convento, en el cual reconocía no tener
jurisdicción alguna. Su
interés —remarcó— era solo inspeccionar su estado y ver
la «decencia[,]
en cuanto servía [a] las funciones y procesiones
públicas». Así, su visita
no se relacionaba en absoluto con el asunto de la
propiedad y dominio
de la custodia.33
Por lo visto, las autoridades religiosas no habían
olvidado a Guadalupe
y los del santuario no habían olvidado a las autoridades
religiosas. La
actualización del conflicto estuvo rodeada de un ambiente
de franca
hostilidad por ambas partes, aunque ahora el pleito ya no
se centraba
en quién controlaba la imagen en bulto de la Virgen, sino
la custodia y la administración de sacramentos. Para evitar que se dijese que
estaban
realizando actividades para las cuales no tenían
competencia,
inteligentemente, los agustinos sacaron la pila bautismal
de la iglesia
y la ocultaron en el convento. De este modo, hacían
manifiesto que el
santuario de Nuestra Señora de Guadalupe no administraba
sacramentos.
Más aún, el entonces prior del convento, fray Pedro
Moreno, quien
había dado la orden de sacar la pila, consideró oportuno
que también
se enviaran las chrismeras a Chepén, la sede oficial del
curato, y que se
cerrara la huayrona donde se adoctrinaba a la población.
Así, la iglesia
se convertía en una capilla del convento y no tenía
ninguna proyección
en la comunidad, con lo que no caía bajo la norma
establecida por la
Corona. Pero las precauciones de los agustinos para
evitar el conflicto
con las autoridades religiosas no consideraron la
combativa respuesta
del pueblo: dichas decisiones atizaron la hoguera del
descontento local.
El problema apenas si asomaba: entre 1761 y hasta
alrededor de 1800,
no dejaría de hacerse constantemente presente, hasta que
se encontró
una solución sui generis. Mientras tanto, se iniciaba una
cruenta lucha
entre los feligreses y los agustinos, entre la orden y el
obispado y entre
los feligreses y las autoridades religiosas. En el fondo,
una sorda lucha
cuyos actores eran el pueblo, la Iglesia y el Estado.
Las quejas de la feligresía se hicieron cada vez más
virulentas: durante
31 años ininterrumpidos, en la iglesia del santuario se
había administrado
el sacramento del bautismo en la pila ahora retirada, y
por más
de 38 años seguidos se había adoctrinado a la población
indígena en
la huayrona ahora clausurada. Personajes importantes de
la localidad
hicieron notar el descontento de la población, como
Tiburcio Benítez,
indio procurador general del pueblo de Guadalupe, del
corregimiento de
Saña, quien señalaba que su gente siempre había recibido
sacramentos en
la prestigiosa iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe y
no veía por qué
ahora tenían que perder dichos favores «estando en
posesión inmemorial
dicha feligresía de tener todos los alivios espirituales
en dicho pueblo de
Guadalupe a cargo de[l] R. P. Prior de ermitaños de San
Agustín». Incluso
comenzaron a correr voces sobre sucesos sumamente
desagradables,
como, por ejemplo, que cuando falleció un tal Pedro
Paredes, lo hizo sin el «auxilio de la religión» porque los agustinos ya no
administraban
sacramentos. Con todo, los locales —criollos e indios—
estaban a favor
de los agustinos y en contra del obispado. Los
guadalupanos señalaban
el mayor prestigio que su pueblo tenía respecto de
Chepén, y, por lo
mismo, poca gracia les hacía el tener que depender de
este. Para ellos,
era una afrenta que Chepén se hubiera convertido en la
matriz.34
El obispado respondió a las múltiples quejas de la
feligresía y ordenó
que se restaurase la pila bautismal a su lugar original,
que se reubicasen
las ampolletas con los santos óleos y que se reabriese la
huayrona para que
se siguiese dando la doctrina a los indios.
Aparentemente, el problema
quedaba resuelto, pero, en realidad, el tema de fondo se
mantenía en pie:
los agustinos tenían que enfrentar ya no la cesión de la
virgen o de la custodia,
como antaño, sino del mismo santuario —la iglesia y, por
añadido,
su convento— al obispado, que parecía ahora controlar a
tan rica orden.
Los agustinos se vieron envueltos en un grave conflicto.
De un lado, estaba
el obispado de Trujillo, que tenía la excusa perfecta
para posesionarse del
santuario, ya que la Corona había ordenado que las
iglesias que administrasen
sacramentos pasaran al control del clero secular; del
otro, estaba el
pueblo, que reivindicaba la posesión del santuario y la
tradición de contar
con el alivio espiritual de la religión en el mismo
pueblo de Guadalupe.
En este contexto, para todos fue un alivio que, en
diciembre de 1765,
se presentara en la región el padre visitador general de
los agustinos del
Perú y Chile y planteara una solución muy diferente, pero
que pondría
fin al conflicto: la orden ofrecía construir otra iglesia
en el mismo pueblo
de Guadalupe a fin de que a ella se pasase la pila
bautismal y toda
la administración de sacramentos y doctrina que
normalmente la gente
recibía; además, se elaboraría una nueva imagen para
dicha iglesia. De
este modo, el clérigo encargado del curato de Chepén
podría echar mano
de este templo para el cumplimiento de sus deberes. Esta
nueva iglesia
serviría así de viceparroquia. En resumen, esta se
encontraría bajo control
del obispado, con lo que las funciones del clérigo no se
mezclarían con las del santuario. Se trató de una solución salomónica que trajo
alivio a
todos los interesados: a las autoridades, que finalmente
impondrían su
criterio, sin dar marcha atrás; al pueblo, que recibiría
los sacramentos y que
contaría con dos iglesias; y, finalmente, a los
agustinos, que mantendrían
su iglesia y convento y lograrían que «con mayor
estrictez se guarde la
observancia regular»,35 pues, al fin y al cabo, eran
monjes enclaustrados.
Hacia 1784, era un hecho aceptado por el pueblo —y que
constaba en
actas— que el cura de Chepén tenía un ayudante en
Guadalupe.
No obstante este acuerdo, el santuario de Guadalupe
siguió siendo sumamente
atractivo para el obispado. De otro lado, el acuerdo de
1765 se
demoró bastante en ser aplicado como para que, en 1771,
el problema no
resuelto volviera a estallar. Ese año, Juan Ignacio
Gorrichátegui, examinador
sinodal del obispado de Trujillo, cura, vicario y juez
eclesiástico y de
idolatrías, maleficios y supersticiones de las doctrinas
de Paita y Colán y
sus anexos, fue designado visitador general de todos los
valles del norte. A
nombre del obispo Luna Victoria, Gorrichátegui realizó
una segunda visita
al santuario para reconocer su situación. La custodia
siguió siendo el tema
principal, pues se señaló que la encontró «con
sobresaliente decencia».36
Más aún, la Corona no había olvidado su voluntad de
controlar a las
órdenes religiosas, pues fue justamente en la década de
1770 cuando
comenzaron a llevarse adelante las conocidas reformas
borbónicas, entre
las que no dejaron de ser importantes las de índole
religiosa. Más que
resolverse con la promesa de construir una nueva iglesia,
el asunto del
santuario se había ido dilatando. El problema surgió
nuevamente cuando
falleció el prior agustino, fray Manuel Prieto, quien
contaba con un gran
respeto en la región y había logrado mantener el asunto
bajo control. Pero
a su muerte, el recientemente nombrado clérigo del curato
de Chepén
y Guadalupe, Josef Nicolás López de la Barrera, reclamó
el manejo de
la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe. El presbítero
exigió que le
fueran entregadas ya no la imagen ni tampoco la custodia,
sino todos los
ornamentos y alhajas del santuario, para lo cual contaba
con el apoyo del obispado. Los agustinos decidieron enfrentar la situación y
apelar ante
todo aquel que quisiera escucharlos, pero hasta el mismo
virrey Manuel
Amat estableció que no había ningún motivo por el cual
Guadalupe no
podía pasar al control de López de la Barrera.
De pronto, el conflicto amainó, aunque no sabemos cómo y
por qué.
Mientras tanto, el santuario comenzó a resurgir
lentamente: si bien
siguió dándose espacio a la custodia, la Virgen volvió a
ser el elemento
central de atención de la feligresía. Se mejoró la
iglesia, pues se construyó
un nuevo claustro y se compraron varios cuadros de la
escuela quiteña.
Volvió a tener novicios, e incluso en un número mayor que
el que hubo
en el siglo XVII, etapa de apogeo del santuario: al
parecer, llegaron a
rondar la centena.
Pero el problema solo se había mantenido latente y
resurgió en 1789,
cuando el intendente de Trujillo, Fernando Saavedra,
intervino directamente
en el conflicto y ordenó la entrega del convento. Los
agustinos
reaccionaron de inmediato y su apelación llegó a la
corte, pues, para
1797, se emitió una real cédula en la cual se mandaba
construir la nueva
iglesia, con el fin de que esta fuera servida por un
párroco secular y así el
santuario se quedara en manos de la orden. Bajo esta
presión, y con «la
misericordia de Dios, pues parecía no poder cubrir ni los
gastos ordinarios
», se construyó una nueva iglesia en «lo último del
pueblo sin casa
alguna a la espalda», a 480 varas de donde quedaba la
iglesia principal.
Este templo fue inaugurado el 10 de diciembre de 1799.
Desafortunadamente,
el derrumbe de su techo, el 13 de marzo del año
siguiente, dañó
la imagen de la Virgen que allí había sido colocada (y
que era copia de
aquella que se guardaba en el santuario).37
En esta ocasión, las autoridades no aceptaron demoras:
los agustinos
tenían que construir una nueva iglesia o perderían el
santuario. La orden
afrontó la tarea con rapidez. Si antes se habían demorado
en encontrar
un terreno adecuado para levantar la iglesia, ahora
hallaron uno justo
frente a la plaza del mismo convento. Para su
construcción, se contó
con el maestro mayor de alarifes Evaristo Noriega, quien
terminó por desarrollar una versión en menor escala de la iglesia de Nuestra
Señora
de Guadalupe. Los materiales se consiguieron en la
localidad: la piedra
laja se sacó del cerro de San Josef, y hasta los restos
de la primera iglesia
sirvieron para los cimientos. La obra total costó 9085
pesos, de los cuales
8500 entregó el padre visitador de la orden a don Vicente
Labora, hacendado
importante, encargado de tenerlos en depósito y a
disposición
del obispo. El resto tuvo que cubrirlo el santuario.38
Quizás por este motivo el convento vendió la hacienda de
Talambo. Aunque
las razones que se adujeron en la solicitud de permiso
para vender a las
autoridades agustinas de Lima fueron que la hacienda
estaba muy venida
a menos, sin aperos y con muy poco cultivo, resulta muy
suspicaz que la
venta se realizara entre 1801 y 1802, precisamente cuando
el convento
tenía que construir la segunda iglesia.39 Sin embargo, no
se puede descartar
que la hacienda, efectivamente, le diera poca o ninguna
utilidad.
En esta ocasión, la iglesia sí fue construida
sólidamente, lo suficiente
como para soportar un terremoto acaecido en 1803, cuando
aún las
obras estaban en marcha. El alarife Noriega no se fue del
valle mientras se
construía la nueva iglesia, y ayudó a reparar otras en
Trujillo después del
mencionado terremoto. Además, se sabe que diversos
artesanos estuvieron
trabajando en Guadalupe, como Sebastián Marquina, maestro
mayor
de plateros, y el pintor Cayetano Ruales. Posiblemente,
se encargaron
de remozar el santuario o de componer la nueva iglesia.40
Ahora bien, la información de estas dos iglesias se
diluye en los archivos
y en el tiempo. Ambas estaban ubicadas frente a frente en
la plaza
mayor y se sabe que en 1804 y 1817 se colocaron dos
campanas, pero
no se conoce si esto ocurrió en la primera o en la
segunda iglesia. Dichos
instrumentos siempre se colocaban para alguna celebración
importante,
y quizás también la norma se cumplió en 1817: ¿se trató
de la entrega
de la nueva iglesia?, ¿o de que se hubiera salvado el
santuario de caer en las manos del clero secular y, por lo tanto, del obispado?
No lo sabemos,
pero lo que sí podemos afirmar es que los problemas no
terminaron aquí,
sino que continuaron —e incluso se agravaron—: la
competencia fue
feroz entre las dos iglesias, entre las feligresías de
una y otra, y entre los
agustinos y las autoridades religiosas.
Finalmente, en 1828, el Estado republicano dio una ley de
secularización
de los conventos con pocos religiosos (que era el caso de
Guadalupe),
medida que afectaba al santuario en conjunto, más aún
cuando había
otra iglesia para el pueblo. No obstante, la orden nunca
llegó a cumplirse.
La víspera del 7 de diciembre de ese año —fecha central
de la fiesta del
santuario—, unos cohetes mal dirigidos impactaron en el
techo de la
segunda iglesia, y el pueblo fue testigo de su
destrucción por el fuego.
Al haber nuevamente una sola iglesia, no fue posible que
esta pasara a
propiedad del Estado, lo que sí ocurrió con el convento.