lunes, 15 de febrero de 2021

Venta de Talambo para construir Templo de Guadalupe

 

 


 



VENTA DE LA HACIENDA TALAMBO PARA CONSTRUIR EL TEMPLO DE LOS AGUSTINOS EN GUADALUPE.

La hacienda Talambo en 1800 pertenecía a la orden de los Agustinos quienes ante el derrumbe de su iglesia en Guadalupe, tuvieron que vender la hacienda para obtener recursos y reconstruirla.

 


En 1797, se emitió una real cédula en la cual se mandaba construir la nueva iglesia, con el fin de que esta fuera servida por un párroco secular y así el santuario se quedara en manos de la orden. Bajo esta presión, y con «la misericordia de Dios, pues parecía no poder cubrir ni los gastos ordinarios

», se construyó una nueva iglesia en «lo último del pueblo sin casa alguna a la espalda», a 480 varas de donde quedaba la iglesia principal.

Este templo fue inaugurado el 10 de diciembre de 1799. Desafortunadamente, el derrumbe de su techo, el 13 de marzo del año siguiente, dañó la imagen de la Virgen que allí había sido colocada (y que era copia de aquella que se guardaba en el santuario).

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En esta ocasión, las autoridades no aceptaron demoras: los agustinos tenían que construir una nueva iglesia o perderían el santuario. La orden afrontó la tarea con rapidez. Si antes se habían demorado en encontrar un terreno adecuado para levantar la iglesia, ahora hallaron uno justo frente a la plaza del mismo convento.

 

Para su construcción, se contó con el maestro mayor de alarifes Evaristo Noriega, quien terminó por desarrollar una versión en menor escala de la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe.

Los materiales se consiguieron en la localidad: la piedra laja se sacó del cerro de San Josef, y hasta los restos de la primera iglesia sirvieron para los cimientos. La obra total costó 9085 pesos, de los cuales 8500 entregó el padre visitador de la orden a don Vicente Labora, hacendado importante, encargado de tenerlos en depósito y a disposición del obispo. El resto tuvo que cubrirlo el santuario.

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Quizás por este motivo el convento vendió la hacienda de Talambo. Aunque las razones que se adujeron en la solicitud de permiso para vender a las autoridades agustinas de Lima fueron que la hacienda estaba muy venida a menos, sin aperos y con muy poco cultivo, resulta muy suspicaz que la venta se realizara entre 1801 y 1802, precisamente cuando el convento tenía que construir la segunda iglesia.

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Sin embargo, no se puede descartar que la hacienda, efectivamente, le diera poca o ninguna utilidad.

 

En esta ocasión, la iglesia sí fue construida sólidamente, lo suficiente como para soportar un terremoto acaecido en 1803, cuando aún las obras estaban en marcha.

 

El alarife Noriega no se fue del valle mientras se construía la nueva iglesia, y ayudó a reparar otras en Trujillo después del mencionado terremoto. Además, se sabe que diversos artesanos estuvieron trabajando en Guadalupe, como Sebastián Marquina, maestro mayor de plateros, y el pintor Cayetano Ruales. Posiblemente, se encargaron de remozar el santuario o de componer la nueva iglesia.

 




TEXTO COMPLETO

Sobre la base de documentación local, este artículo analiza los conflictos que surgieron, entre los siglos XVI y XVIII, por el control del santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, ubicado en el pueblo de Guadalupe, en la costa norte

del Perú, y que tuvieron como actores a la Corona española, al obispado de Trujillo, a algunos clérigos seculares, a la orden de San Agustín y a la población del lugar.

Palabras clave: Guadalupe, Trujillo, orden de San Agustín, conflicto de poderes

historica XXX.2 (2006): 41-68 / ISSN 0252-8894

* Este artículo forma parte de una investigación mayor dentro del proyecto «Identificación e inventario de conservación del monasterio de los Ermitaños de San Agustín y santuario de Nuestra Señora de Guadalupe» (Patrimonio Perú, Lima, 1999-2000). 

De otro lado, el apoyo de la Fundación Carolina me ha permitido ampliar y retrabajar el tema aquí discutido. Las afirmaciones que aparecen en el presente trabajo son discutidas con mayor amplitud en Aldana Rivera, Susana. «Nuestra Señora de Guadalupe: el poder de la fe». Texto inédito (2000).

42 historica XXX.2 / ISSN 0252-8894

La llegada de los españoles a las tierras del imperio incaico implicó el establecimiento de un orden sociopolítico diferente del existente, pero también supuso la imposición de una cosmovisión distinta, puesto que se asentó la religión católica, monoteísta y de carácter marcadamente patriarcal, la cual,

además, sirvió de sustento ideológico para la consolidación del gobierno ultramarino. Así, al compás de la llegada de los españoles, florecieron, de un lado, ciudades, villas y pueblos, instrumentos de gobierno que seguían el estilo de vida español, y, del otro, múltiples iglesias, ermitas y santuarios,

herramientas de conversión a la nueva fe, pero también de control ideológico de la población. El estudio de lo ocurrido con el santuario de Nuestra Señora de Guadalupe, en el norte del Perú, constituye un excelente ejemplo para lo dicho, pues se fundó una iglesia y, con ella, también un pueblo, es decir, el santuario refleja la combinación de voluntades, pues aquí se estableció una religión y se erigió un pueblo.

 

Como cualquier sociedad de antiguo mundo, la población nativa era profundamente religiosa, y el ritual —quizás más que la creencia— era el centro de la vida diaria, era aquello que permitía el milagro de la supervivencia cotidiana. Los españoles rápidamente percibieron esta situación por cuanto ellos también eran profundamente religiosos, aunque

de manera cualitativamente diferente: finalmente, su religiosidad, beligerante, reflejaba la lucha de siglos contra el Islam. Pero en todo caso —y tal como se verá más adelante—, construir una iglesia y, más aún, tener un símbolo religioso de prestigio aseguraba que la gente se mantuviera congregada en torno de los mismos y que se les entrenara en las formas de vida española. En el norte del Perú, no solamente se bautizaron ídolos o se colocaron cruces sobre los cerros tutelares, sino también se establecieron iglesias en lugares densamente poblados de nativos —y, por lo general, cerca de lugares de culto de esa misma gente— como una forma de desplazar a la religión autóctona y dar preeminencia progresiva a la creencia —y cultura— foránea. Al menos en esta zona, no basta simplemente con señalar la imposición a la fuerza, pues no se registran mayores persecuciones religiosas ni tampoco campañas de extirpación de idolatrías, y la síntesis y la mixtura de creencias y rituales se mantiene vigente hasta hoy en día.

Dos supuestos son importantes para nuestro estudio. En primer lugar, es conocido que a lo largo del virreinato fue común la competencia entre as órdenes religiosas: cada una buscaba convertir el mayor número de almas, por lo que trataba de tener la iglesia más suntuosa, los ornamentos

más llamativos, el coro de voces más atractivo y, por supuesto, la imagen más milagrosa. El santuario de Nuestra Señora de Guadalupe permitió que los agustinos que lo regentaban tuvieran una posición preeminente en toda la región con tan solo la imagen en bulto de la Virgen. En

segundo lugar, también es conocido que la Corona intentó controlar y limitar el poder de las órdenes religiosas en estas tierras desde casi el

inicio del periodo colonial, y que, por eso, hubo un temprano problema

de competencia y control cuando dicha iglesia de Nuestra Señora de

Guadalupe se convirtió en uno de los santuarios de mayor renombre y

reconocimiento de la región. Más adelante, cuando los vientos políticos

cambiaron con los Borbones, hubo un renovado interés por el control

de las grandes órdenes en América.

Estas dos cuestiones son las que me interesa abordar a partir de la

historia del santuario y convento de Nuestra Señora de Guadalupe.

 

En la década de 1560, hubo una fuerte competencia entre el dueño de la

imagen de la Virgen y el clero regular —a quien la donó—, por un lado,

y el secular, por otro, por ver quién finalmente se quedaba con ella. Este

problema se solucionó recién en la década de 1620, cuando se construyó

el santuario en el que la imagen se encuentra hasta hoy. Sin embargo,

en la década de 1760, estallaron nuevos litigios de competencia entre el

obispado y la orden regular para determinar quién debía controlar ya no

la imagen en bulto de la virgen, sino, curiosamente, la custodia y la iglesia

del convento, un problema que se resolvería —si se puede decir que hubo

una solución— hacia 1800, en vísperas de la independencia.

En el caso de Guadalupe, hubo visibles conflictos entre cleros secular

y regular, los que tomaron como pretexto el control de objetos de alta

devoción religiosa, así como la iglesia que los contenía. Pero también

dichos conflictos expresaron ciertamente la voluntad del gobierno

virreinal por imponerse sobre laicos y religiosos; y, de un modo más

sutil, una lucha por lograr representatividad y reconocimiento social y,

sobre todo, estatus y poder económico en la región. El acápite llamado

«Unas líneas sobre el santuario» me permite enmarcar precisamente los

conflictos señalados, describiendo la ubicación espacial y cronológica del

convento e iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe. A continuación,

establezco cómo surgió la competencia por el control de la Virgen y de

la iglesia en el temprano siglo XVII, pues «antes del primer milagro,

no la pretendieron los curas». Posteriormente, analizo de qué modo el obispado de Trujillo pretendió hacerse de la iglesia en el siglo XVIII,

cuando estaba «en posesión inmemorial de dicha feligresía», así como

la solución que se planteó. Finalmente, algunas ideas me sirven de

conclusión y colofón a los conflictos en torno de la iglesia, los que no

terminaron con el virreinato, sino que se proyectaron a la república,

cuando se generaron otros tipos de conflictos alrededor del santuario,

que, hasta hoy, emergen cada cierto tiempo.

unas líneas sobre el santuario

El norte del Perú posee una geografía muy difícil: desde Trujillo hasta la

frontera norte, se encuentran pampas que se van abriendo de la mano

con el ancho de la costa y que, bastante secas, son surcadas cada cierto

tiempo por ríos de curso irregular. Los valles que se forman son una suerte

de pequeños oasis, que se ensanchan hacia los valles medios, en la base

del piedemonte andino, generalmente muy ricos en tierras agrícolas. Sin

embargo, más importante que dichas tierras es la escasa agua que permite

su irrigación, la cual fue aprovechada por las sociedades prehispánicas

mediante la construcción de una espectacular infraestructura hídrica:

desde el valle de Chicama, cercano a la costa y con riego constante, se

continuaba hacia el valle mediano del río Jequetepeque, cuya riqueza

agrícola se potenció al ser vinculado con el de Saña mediante canales.

Los dos últimos, a su vez, constituían el cierre de todo un grupo de valles

agrícolamente más rico que Chicama: Lambayeque. Todo el conjunto

conformaba un gran oasis prehispánico que, desde Trujillo, se proyectaba

hasta el Alto Piura, y su buena marcha dependía profundamente

del agua existente.

 

En un espacio tan precario desde el punto de vista ecológico, no sorprende

la fuerte tendencia religiosa que mostraba su gente en la época prehispánica,

dado que el sustento diario estaba condicionado a las buenas

condiciones climáticas. Y aunque no se conoce de una religión unificada,

 

oficial, al estilo de lo que existía para el sur (Inti, Viracocha, etcétera), sí se

sabe de la fuerte presencia de símbolos religiosos que refieren a personajes

recurrentes en toda el área andina, representados en importantes huacas

y cerros. No llama la atención que, en 1572, cuando se volvió a reducir

la encomienda de Chérrepe, un pueblo como Ñoquique desapareciera

—según el auto de reducción— por estar cerca de ciénagas que provocaban

enfermedades y —muy probablemente— por estar «rodeado de

huacas nefastas para la doctrina».10 Su población pescadora fue trasladada

a Chérrepe, mientras que la labradora fue reubicada en los alrededores

de Guadalupe, lugar cercano a las zonas anteriores: 293 tributarios —y

sus familias— fueron movilizados en tan solo diez o doce días por el

ejecutor de la reducción, Antonio Corzo, criado de Francisco Pérez Lezcano,

encomendero principal y fundador del santuario bajo estudio.11

En el traslado de la gente, debió influir el hecho de que muy cerca se

encontrara Pakatnamú, importante centro administrativo-religioso del

valle de Jequetepeque, de origen prehispánico, y que, un poco más al

norte, la advocación católica principal fuera el Niño de Eten.

Guadalupe, por tanto, era ideal para establecer una ermita: se combinaba

el carácter religioso local con la voluntad de los recién llegados

por establecer un lugar de culto español en un espacio con abundante

población indígena. Y quizás por eso, en la merced para fundar una venta

que el licenciado Pedro de la Gasca le concediera al capitán Pérez Lezcano,

se estipuló la necesidad de erigir una ermita con todo lo necesario

para que cualquier clérigo que pasara por allí pudiera decir misa para

españoles y naturales. Bajo esta normativa, el encomendero erigió una

primera ermita, que varias veces fue reconstruida. Cuando Pérez Lezcano se encontraba en España, país al cual fue expulsado a fines de la década

de 1550, mandó tallar una copia fiel de la imagen de Nuestra Señora

de Guadalupe de Extremadura en pago a una promesa,12 y, a su retorno

en 1561, trajo la reconfirmación real de la encomienda de Chérrepe y

Moromoro, la imagen y una bula papal que lo hacía dueño indiscutible

de la misma. Incluso se sabe que ya antes de salir para España, el encomendero

había mandado construir una ermita mejor y más grande donde

colocar la imagen, guardada en un arca de cuero labrada, forrada en finas

telas holandesas y brocados, que existe hasta la actualidad.

La Virgen arribó a estas tierras con fama de ser muy milagrosa: no solo

el barco que la transportaba había llegado sin ningún problema —cuando

era tan riesgosa la travesía marítima—, sino que incluso cuando hubo

que cruzar el Darién, la única mula que no tuvo ningún tropiezo en el

farragoso camino fue la que cargó la imagen. Por si fuera poco, se cuenta

que la flotilla de cuatro barcos que trasladaba al virrey Francisco de

Toledo hacia el Perú (1569) enfrentó una tormenta terrible, y que, ante

el peligro, este se encomendó a la virgen de Guadalupe, venerada en el

valle de Pacasmayo, de la que había oído grandes cosas.13 El posterior

agradecimiento aseguró la creación de una iglesia para dicha virgen en el

lugar de la ermita de Pérez Lezcano: apenas desembarcó, el virrey ejecutó

una cédula real, firmada en 1568, que buscaba promover la creación

de monasterios en los nuevos reinos, dándole especial apoyo a la orden

franciscana. Ahora bien, a pesar de que la cédula beneficiaba a dicha

orden, Toledo extendió sus efectos a la ermita de Guadalupe, regentada

por los agustinos.

 

El 6 de junio de 1563, se había fundado un convento de la orden de

San Agustín en el valle de Pacasmayo, siendo su primer prior fray Andrés

de Ortega.14 La advocación principal fue la de la virgen de Guadalupe,

por lo que Guadalupe fue el nombre que recibió el asiento de españoles

establecido alrededor de la casa de los agustinos. Al año siguiente, Pérez

Lezcano les donó la imagen y la ermita, asegurándoles además rentas

suficientes para que se mantuviera la capilla, la cual —por pedido expreso

de los agustinos— había sido mudada a un lugar más conveniente dentro

de la ermita y vuelta a construir bajo los oficios del encomendero. Años

más tarde, levantada una iglesia merced a la gestión del virrey Toledo,

como se ha dicho, esta se vio seriamente afectada por las grandes lluvias

de 1578, y, aunque el santuario no dejó de tener feligresía, la situación

generó un reacomodo poblacional —con la consecuente migración de

nativos— que los españoles no supieron enfrentar. Por aquel entonces,

acababa de fallecer Pérez Lezcano, por lo que este no pudo, obviamente,

ocuparse de reconstruir el santuario. Sin embargo, su viuda y sus descendientes,

al parecer, pusieron algún empeño en ello, ya que la iglesia

resurgió. En 1598, esta logró resistir un terremoto, pero no ocurrió lo

mismo el 14 de febrero de 1619, cuando un nuevo sismo la destruyó

por completo. Con este fenómeno natural, culmina la primera etapa del

santuario, pues tras tres ermitas y dos iglesias, finalmente los agustinos

decidieron mudar el templo a un cuarto de legua del lugar original. Allí

se construyeron la iglesia y el convento de Nuestra Señora de Guadalupe,

que hasta hoy subsisten. Hacia 1634, la construcción del templo ya había

terminado (incluso poseía una pila bautismal, la cual sería fuente de

problemas un siglo después), y, para 1643, la iglesia estaba oficialmente

consagrada y convertida en un afamado santuario, un lugar de peregrinaje

y de especial importancia para el mundo católico virreinal.

 

 

 

«antes del primer milagro, no la pretendieron los curas»:

los conflictos del siglo xvi

La imagen en bulto de Nuestra Señora de Guadalupe ha estado siempre

en medio de problemas y conflictos. Cuando el capitán Pérez Lezcano

la mandó tallar al santuario de Nuestra Señora de Guadalupe de Extremadura,

los jerónimos que lo regentaban se negaron a entregarle la

imagen una vez culminada, pues era tan bella que quisieron retenerla.

Tuvo que intervenir el nuncio del Papa para poder vencer la resistencia

de los frailes.

A pesar de que la ermita fue construida cumpliendo una orden estipulada

en la merced de La Gasca, Pérez Lezcano no tomó la precaución

de solicitar la licencia respectiva al arzobispo de Lima, el férreo don

Jerónimo de Loayza, y ni siquiera tuvo permiso del vicario de Trujillo. Si

bien dicho capitán señalaba que la ermita era un lugar de culto privado,

el temor de que le arrebataran la imagen quedó en evidencia cuando,

ni bien colocada la Virgen, indicó «que no se entremetiese el señor arzobispo

ni el vicario de esta ciudad ni otra persona alguna en lo tocante

a dicha imagen».15

 

El temor del encomendero tenía asidero no solo en

la belleza de la figura, sino en la fama que la rodeaba, la cual, utilizada

adecuadamente, permitiría facilitar la evangelización, considerando la

visible fascinación que sentían los nativos por las imágenes religiosas,

sobre todo por las que tenían reputación de milagrosas.16 Tampoco hay

que olvidar que, para entonces (hacia 1561), pocas debían ser aún las

imágenes religiosas en estas tierras traídas directamente desde la península,

por lo que la talla de Nuestra Señora de Guadalupe tenía el añadido

social de haber sido confeccionada en la misma España.

La situación se agravó cuando Pérez Lezcano juzgó que la imagen en

bulto de la Virgen debía estar en manos de los agustinos, quienes, tal vez, llegaron al valle a pedido del mismo capitán.

 

El encomendero retornó de España en 1561, justamente el año en que llegaron los agustinos, y

pudiera ser que se conocieran en la travesía. En todo caso, a poco de

colocar la imagen en la ermita, Pérez Lezcano se las donó a los agustinos,

quienes terminaron por hacerse oficialmente cargo de la donación en

1564. Es posible que la intención del encomendero fuera ayudar a los

recién llegados, pero también —y esto es más probable— poner la Virgen

a buen recaudo, protegiéndola de las manos oficiales del arzobispado y

de los clérigos seculares: al ser los agustinos ermitaños —es decir, monjes

de clausura—, la imagen, en principio, iba a ser mantenida fuera de la

vista del pueblo y de las autoridades eclesiásticas en particular.

Sin embargo, también cabe la posibilidad de que Pérez Lezcano no

pudiera ya manejar la ermita, cuya fama no cesaba de atraer gente, por

lo que dársela a los agustinos fuera un modo de librarse del problema. Si

bien en un principio el mercedario fray Esteban Matoso estuvo a cargo

del altar de la ermita, luego esta fue encargada a dos curas doctrineros

de Chérrepe y Chepén, Francisco Sánchez y Francisco Ruiz, respectivamente.

Pero de los documentos se desprende que estos no cumplían a

cabalidad con sus deberes, y con la excusa de que la encomienda no había

contado con clérigo alguno por más de dos meses, se donó la imagen

a los agustinos, quienes le hicieron un altar y le celebraron misa «todo

con el poder de Lezcano, quieta y pacíficamente».17

Este fue el inicio del enfrentamiento: apenas se hizo la donación de

la Virgen, los dos clérigos antes mencionados hicieron sentir su descontento,

como también la vicaría de la ciudad de Trujillo. Esta institución

deseaba tener bajo su directa jurisdicción a una imagen tan venerada y

con tanto arraigo en la población: sus autoridades señalaron que en el

repartimiento de Chérrepe existían dos iglesias además de la ermita de

Lezcano, y que sus clérigos se habían encargado de administrar los sacramentos

en la localidad antes de la llegada de la imagen.

 

Esta situación se combinó con el interés del arzobispo Loayza por controlar a las órdenes

religiosas y que fuera el arzobispado de Lima el que tuviera realmente el

gobierno del tema religioso en el extenso territorio de su jurisdicción.18

La fama de la Virgen —y lo que ello conllevaba— había sido el detonante

de la situación: ¿habrá sido casual que los problemas comenzaran justo

cuando ocurrió el primero de los milagros que hizo en el pueblo y que

fue conocido por la gente? Como bien lo dejaría señalado el cronista

agustino Antonio de la Calancha, quien pasó por la región a principios

del siglo XVII, «sólo se ha de advertir que antes de que hiciese el primer

milagro no la pretendieron los curas y después que lo hizo, alegaron con

tenacidad ser suya y no de mi religión».19

Para hacerse cargo de la imagen, las autoridades religiosas le iniciaron un

juicio a Pérez Lezcano y a los agustinos (1565).

 

El asunto era complicado:

aquellas utilizaron el argumento de que el encomendero había erigido la

ermita sin permiso, por lo que esta no estaba oficialmente bajo la jurisdicción

de la Iglesia y, por lo tanto, no podía tener cura doctrinero ni dar

doctrina ni otro servicio a los nativos. La justificación, ya señalada, era

que existían dos iglesias en la zona, una para los indios labradores (probablemente

en las zonas de Chepén o Ñoquique) y otra en el pueblo de los

indios de la mar o pescadores (muy probablemente, Chérrepe).

 

Ambas

iglesias tenían clérigos seculares asignados para administrar sacramentos

y dar doctrina, y, además, dependían directamente del vicariato.

Estos clérigos, los mencionados Francisco Sánchez y Francisco Ruiz, se

presentaron en Guadalupe para llevarse la imagen de la Virgen, aunque fuera a la fuerza. Señalándose como enviados del vicariato de Trujillo, y

acompañados por un negro y dos mozos con sable en mano, trataron de

echar fuera de la ermita al agustino fray Luis López Calderón y tomar

posesión de la imagen.

 

El fraile se encerró en la ermita y se negó a abrirles

a pesar de las imprecaciones para hacerlo, los insultos consecuentes y las

veces que intentaron traer abajo la puerta. Mas lo que colmó la paciencia

de los vecinos y los enfureció fue el hecho de que trajeran leña para

prenderle fuego al lugar y así sacar a la Virgen. Don Luis de Roldán,

cuñado de Pérez Lezcano, señala en su testimonio que pidió «que sacasen

primero a la Madre de Dios y quemasen la hermita y si a ella también

querían quemar él no consentiría pegasen el fuego».20

 

Es muy probable que esta asonada ocurriera el 7 de diciembre de 1565:

Calancha registra el día, mas no el mes ni el año, en que la segunda

ermita de Nuestra Señora de Guadalupe fue pasto de las llamas, sin dar

mayor información al respecto.21 Diciembre era el mes ideal para que

estallara el conflicto, porque si bien todavía el dogma de la Inmaculada

Concepción no estaba oficialmente aceptado por la Iglesia católica, el

pueblo ya le otorgaba un contenido fuertemente mariano a este mes, y,

muy probablemente, el número de peregrinos al santuario aumentaba,

y, por ende, la demanda de sacramentos, cuyo pago no beneficiaba a

los curas doctrineros, sino a la orden agustina.

 

El ruidoso pleito duró

más de dos años y tuvo como actores a los vecinos de Guadalupe, a los

agustinos, a miembros del clero secular y al vicariato de Trujillo —incluso

con la intervención del arzobispo Loayza—.

Pero ¿cuáles pudieron ser los problemas de fondo en el caso de la iglesia

y convento de Nuestra Señora de Guadalupe como para que se generasen

tantas pasiones? No está de más recordar que en estos años no era tan

fácil fundar ciudades ni mucho menos establecer monasterios. Debía

contarse con el permiso de la Corona, que si bien era bastante reacia a que

se fundara cualquier ciudad —con categoría de tal—, fue relativamente

accesible a apoyar el paso de órdenes a América. Esto se debía a que ellas

le permitían a la Corona un control indirecto de la población nativa, por

cuanto, mediante la evangelización, ayudaban a civilizar a los indígenas,

es decir, instruirlos en el modo de vida español —contenido subliminal

de la enseñanza de la nueva fe—. Que una orden contara con el permiso

de la Corona para establecerse en las nuevas tierras le suponía tener un

auxilio asegurado para fundar conventos y construir monasterios. Además,

con el dinero del rey, viajaban los religiosos que las órdenes enviaban a

América, casi siempre en número de doce, como los apóstoles. Una vez

llegados a las Indias, se encontraban con autoridades que tenían que

proporcionarles los recursos mínimos para vivir con decencia y una casa

donde morar y establecer el convento. La Corona ordenó que se financiara

la erección de iglesias y conventos, por lo que, generalmente, los virreyes

buscaron la participación de los notables, fuesen españoles o indios, en

las cargas que suponían los nuevos establecimientos religiosos.22 En un

medio en que la religión tenía tanta presencia, financiar algo vinculada a

la misma implicaba posicionarse socialmente y obtener reconocimiento

en la localidad y hasta en la región. Además, la construcción de una iglesia

era trabajo de todos. Por ejemplo, en la construcción de la primera

iglesia de Guadalupe, contribuyeron los indios con su mano de obra y los

encomenderos, cediendo a estos y entregando dinero para los materiales

faltantes.23

Las normativas establecieron que no debía haber más de un monasterio

en un pueblo y su comarca, y, en general, no debía haber convento fuera

de los límites de una ciudad o villa importante (normativas que, dicho sea

de paso, no fueron cumplidas con mucho apremio).24 En muchos casos, y

baste mencionar a la próxima Saña, hubo varios monasterios y conventos

en un solo lugar; y, en el caso específico de Guadalupe, este santuario fue

una gran excepción a la regla, pues estaba algo lejos de esa importante

villa de Saña, más alejada aún de la no menos activa villa de Lambayeque

y, por supuesto, distante de la única ciudad de la región, Trujillo.

 

Aquí pudo estar el primer problema. La imagen convocaba a un número

creciente de feligreses, que, progresivamente, se fueron asentando

en los alrededores, creando un problema para el vicariato: una orden

regular, que estaba fuera de una ciudad, poseía una imagen que estaba

potenciando la existencia de un asentamiento de españoles. Dicha orden,

además, de manera rápida se hizo dueña de prácticamente todo el

valle y hasta contó con la acogida benévola de los curacas o filcas locales

importantes.25 Considerando que se buscaba afianzar el poder de la

Corona en estas tierras y se había luchado contra el intento de que los

encomenderos se consolidaran como señores locales, el comportamiento

de esta orden suponía un exceso de autonomía para los tiempos que se

vivían.

 

Peor aún si al asentamiento alrededor del convento y la iglesia,

merced a la fama de la Virgen, la gente —e incluso autoridades— les

otorgara el rango sacro —y no jurídico— de ciudad.26

Pero también hubo de trasfondo un problema de competencia económico-

religiosa. En un momento en que toda una nueva forma de

vida se plasmaba en el antiguo Tahuantinsuyo, se construían ciudades

y se imponía una nueva fe, el acceso a la mano de obra indígena era

fundamental. Cuando ella era abundante, no había mayores problemas, ni siquiera para construir templos.27 Pero el norte peruano enfrentó una

de las más altas tasas de despoblamiento local, y esta situación complicó

la labor evangelizadora, pues era difícil congregar a la gente ya que las

reducciones y asientos de indios nacían y morían con suma rapidez: un

año de lluvias o de sequía bastaba para que el recién formado pueblo

abandonara su asentamiento original y se mudara a otro.28

El punto era que evangelización y sustento iban de la mano. ¿De qué

otro modo podían sobrevivir los sacerdotes en un momento en que un

nuevo orden político estaba naciendo? El clero secular estaba a cargo

del adoctrinamiento de los indígenas y vivía de la administración de los

sacramentos que supuestamente se impartían en una iglesia, capilla o

ermita que el vicariato reconocía oficialmente.

 

En el caso bajo estudio, el

sínodo estableció que el salario del clérigo encargado de la doctrina de la

zona fuera pagado sus dos terceras partes por los indios del repartimiento

de Chérrepe y una tercera parte por el de Chepén. Pero como los poblados

se esfumaban tan rápido, los clérigos seculares se movían detrás de

los indios para adoctrinarlos, esperando que la siguiente fundación —o

asentamiento— del pueblo —e iglesia— fuera la última.

 

La competencia de los agustinos era imposible de enfrentar. Se asentaron

en el valle con iglesia, un convento con novicios y, sobre todo, con

una imagen reputada como muy milagrosa. Solo este último hecho convertía

en atractiva a la iglesia, pues la población indígena, acostumbrada

a representaciones geométricas, se aficionó fuertemente a las imágenes

en bulto y a las pinturas. Muchos indios, por propia voluntad, buscaron

habitar cerca del santuario, recibir los sacramentos allí y también,

por supuesto, ser adoctrinados por sus poseedores, los agustinos. Así,

mientras los clérigos seculares corrían tras su feligresía, los agustinos la

convocaban, en cantidad creciente, gracias a esta imagen.

 

Tan ubérrimo valle necesariamente debía ofrecer importantes ingresos.

Y si bien en principio los agustinos no debían dar doctrina ni administrar

servicios eclesiásticos por cuanto eran ermitaños, los creyentes

debieron presionar por los mismos. Al fin y al cabo, la imagen que ellos

custodiaban tenía fama de milagrosa, y los indios locales y los peregrinos

debieron buscar enfáticamente, los primeros, recibir doctrina donde la

Virgen estaba —es decir, en la capilla y en la casa de los agustinos—, los

segundos, poder visitarla, y ambos, que se les administraran sacramentos

bajo advocación tan poderosa. Esto configuraba una situación difícil

para los curas doctrineros, establecidos en otras iglesias pero asignados

oficialmente a la zona.

Por causa del litigio, supuestamente los agustinos tenían que entregar

la imagen al vicariato de Trujillo. No obstante, en el documento de donación

de 1564, Pérez Lezcano había establecido que no se mudase la

advocación de la capilla ni que se permitiese a la imagen salir del valle.

Es más, el mismo capitán señaló en el juicio que era la misma Virgen

quien no quería mudarse de lugar, pues cuando intentó llevarla a Trujillo,

la mula en la que era transportada se perdió y apareció después

cerca de la ermita. Y cuando trataron de alzarla para moverla, pesaba

demasiado. Así, no era él, Pérez Lezcano, un simple encomendero que

rompía las reglas, sino que la Virgen misma había decidido quedarse en

donde estaba. Se trataba, obviamente, de una exitosa táctica dilatoria

para incumplir la entrega.

 

El problema de los agustinos y el encomendero con el vicariato trujillano

parecía no tener solución. Las presiones de uno y otro lado eran

muy fuertes. Finalmente, cuando el prior agustino estaba a punto de

ceder y entregar la imagen a las autoridades religiosas, se retractó el vicario

de Trujillo y se levantó el juicio. El mismo arzobispo Loayza tuvo

que ceder. Quizás por eso, también los miembros de la orden dejaron

de causar problemas. En realidad, no sabemos qué fue lo que determinó

que las autoridades eclesiásticas desistieran de su pretensión, pero sí que

la imagen se quedó en Guadalupe. A pesar de este resultado, el problema

de la competencia volvió a surgir casi dos siglos después. 


«estando en posesión inmemorial de dicha feligresía»:

las competencias del siglo xviii

El ascenso de los Borbones al trono español significó un giro drástico en

las relaciones entre el Estado y la Iglesia, pues, a diferencia de la dinastía

previa, estos buscaron tener un estado centralizado, lo que implicaba,

entre otras cosas, controlar a la Iglesia e incrementar la presencia de militares

en el Nuevo Mundo.29 Si bien Hispanoamérica había construido

una autonomía relativa, no es menos cierto que la Iglesia había fungido

como una institución que cimentó la relación entre aquella y España.

La voluntad de los Borbones de reconquistar los territorios americanos

o, en todo caso, de convertirlos en verdaderas colonias implicaba no solo

controlar sus recursos, sino, sobre todo, establecer una relación diferente

entre el gobierno y la población, en donde la Iglesia tuviera un rol menos

central como mediador ideológico.30

En este contexto, era lógico que entre las primeras víctimas de la Corona

se encontraran las órdenes regulares. En 1757, se ordenó que se

secularizara toda iglesia que estuviera en manos de dichas órdenes y que

administrara sacramentos.

 

En el caso de los agustinos de Guadalupe, si

bien estos eran ermitaños, la presión de la feligresía los había obligado a

administrar sacramentos. Pero ese no era el único problema: en el tiempo

transcurrido desde el primer conflicto por el control de la imagen, los

agustinos se habían hecho cargo de la iglesia de Chepén, además de la

administración que ejercían del santuario. Esta situación era altamente

irregular dado que, primero, Chepén era un pueblo, mientras que Guadalupe,

tan solo un asiento de españoles, y, en principio, la iglesia matriz

debía estar en el núcleo poblacional de mayor categoría. En segundo

lugar, las iglesias que administraban sacramentos y doctrinas debían estar

en manos de clérigos seculares que respondieran directamente al obispado

(de Trujillo, en este caso). En virtud, pues, de la cédula de 1757 se ordenó

que la iglesia matriz —que en la práctica era Guadalupe— y sus anexos

—Chepén, la que en teoría tenía que ser la principal— debían pasar al

control de un clérigo secular.

Para los agustinos, el mandato les generaba un gran inconveniente.

Si bien el santuario había sido sumamente importante en el siglo XVII,

el culto mariano había venido disminuyendo sostenidamente a lo largo

del XVIII, con el subsecuente impacto en el volumen de la feligresía y

en el número de religiosos que habitaban el convento del santuario: de

cincuenta o más en sus mejores tiempos, ahora apenas alcanzaban nueve

o diez. Solucionar el problema en dicho momento implicó que la orden

reconociese que había disminuido su poder y que señalara que la iglesia de

Chepén nunca había pertenecido a la orden y que tan solo se encontraba

bajo el cuidado de un sacerdote agustino. Tuvieron que aceptar que la

matriz del curato era en realidad Chepén y no Guadalupe.

La solución adoptada, sin embargo, reabrió el problema que había

parecido zanjarse casi dos siglos antes: solo las iglesias de pueblos eran las

que podían administrar sacramentos y no las que pertenecían a clérigos

regulares, más aún si estos eran enclaustrados, como los agustinos. Así,

el santuario —iglesia y convento— corría nuevamente el riesgo de ser

entregado al clero secular y, por tanto, colocado bajo el dominio directo

del obispado de Trujillo. El asunto era complicado no solo por el conflicto

y la rivalidad entre religiosos regulares y seculares, sino porque el mismo

pueblo estaba a la expectativa del devenir de su santuario.

Cuando en 1760 el obispo de Trujillo, Francisco Xavier de Luna Victoria,

realizó una visita pastoral al santuario, la tensión era tal que —como

dicen los documentos— podía sentirse en el aire.31 Curiosamente, la

disputa no era más por la imagen en bulto de la Virgen, sino por la

custodia ubicada en la iglesia. ¿Por qué cambió de orientación el culto?

No lo sabemos, pero quizás se debió a modificaciones en la percepción

religiosa de la feligresía. Mientras que en el siglo XVII la cofradía de

Nuestra Señora de Guadalupe convocaba a los fieles y era la encargada de velar por todos los rituales religiosos vinculados a la fiesta de la Virgen

en diciembre, a mediados del XVIII dicha cofradía desapareció y pasó

a formarse la Hermandad de Cristo en la misma iglesia, en un momento

en que cultos como el Señor de los Milagros comenzaron a tomar

importancia.32 Este fue un punto de quiebre en la devoción que quizás

coadyuvó a que el santuario fuera declinando en importancia y que no

tuvieran éxito los múltiples intentos por repotenciar religiosamente la

imagen y el santuario a lo largo del siglo XVIII.

En todo caso, el interés de Luna Victoria era la custodia, considerada

la representación de Jesucristo. Y el problema radicaba en que ella se

encontraba en el nicho del altar mayor —probablemente al costado de la

imagen de la perfecta—: supuestamente, el obispo tenía que hacerla bajar

para honrarla, algo que los agustinos no estaban dispuestos a conceder,

pues señalaban que esta alhaja era «propia del convento y no pertenecía

de modo alguno a beneficio curado». No obstante, Luna Victoria salvó

el problema de manera muy inteligente: declaró visitar la custodia como

propia del convento, en el cual reconocía no tener jurisdicción alguna. Su

interés —remarcó— era solo inspeccionar su estado y ver la «decencia[,]

en cuanto servía [a] las funciones y procesiones públicas». Así, su visita

no se relacionaba en absoluto con el asunto de la propiedad y dominio

de la custodia.33

Por lo visto, las autoridades religiosas no habían olvidado a Guadalupe

y los del santuario no habían olvidado a las autoridades religiosas. La

actualización del conflicto estuvo rodeada de un ambiente de franca

hostilidad por ambas partes, aunque ahora el pleito ya no se centraba

en quién controlaba la imagen en bulto de la Virgen, sino la custodia y la administración de sacramentos. Para evitar que se dijese que estaban

realizando actividades para las cuales no tenían competencia,

inteligentemente, los agustinos sacaron la pila bautismal de la iglesia

y la ocultaron en el convento. De este modo, hacían manifiesto que el

santuario de Nuestra Señora de Guadalupe no administraba sacramentos.

Más aún, el entonces prior del convento, fray Pedro Moreno, quien

había dado la orden de sacar la pila, consideró oportuno que también

se enviaran las chrismeras a Chepén, la sede oficial del curato, y que se

cerrara la huayrona donde se adoctrinaba a la población. Así, la iglesia

se convertía en una capilla del convento y no tenía ninguna proyección

en la comunidad, con lo que no caía bajo la norma establecida por la

Corona. Pero las precauciones de los agustinos para evitar el conflicto

con las autoridades religiosas no consideraron la combativa respuesta

del pueblo: dichas decisiones atizaron la hoguera del descontento local.

El problema apenas si asomaba: entre 1761 y hasta alrededor de 1800,

no dejaría de hacerse constantemente presente, hasta que se encontró

una solución sui generis. Mientras tanto, se iniciaba una cruenta lucha

entre los feligreses y los agustinos, entre la orden y el obispado y entre

los feligreses y las autoridades religiosas. En el fondo, una sorda lucha

cuyos actores eran el pueblo, la Iglesia y el Estado.

Las quejas de la feligresía se hicieron cada vez más virulentas: durante

31 años ininterrumpidos, en la iglesia del santuario se había administrado

el sacramento del bautismo en la pila ahora retirada, y por más

de 38 años seguidos se había adoctrinado a la población indígena en

la huayrona ahora clausurada. Personajes importantes de la localidad

hicieron notar el descontento de la población, como Tiburcio Benítez,

indio procurador general del pueblo de Guadalupe, del corregimiento de

Saña, quien señalaba que su gente siempre había recibido sacramentos en

la prestigiosa iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe y no veía por qué

ahora tenían que perder dichos favores «estando en posesión inmemorial

dicha feligresía de tener todos los alivios espirituales en dicho pueblo de

Guadalupe a cargo de[l] R. P. Prior de ermitaños de San Agustín». Incluso

comenzaron a correr voces sobre sucesos sumamente desagradables,

como, por ejemplo, que cuando falleció un tal Pedro Paredes, lo hizo sin el «auxilio de la religión» porque los agustinos ya no administraban

sacramentos. Con todo, los locales —criollos e indios— estaban a favor

de los agustinos y en contra del obispado. Los guadalupanos señalaban

el mayor prestigio que su pueblo tenía respecto de Chepén, y, por lo

mismo, poca gracia les hacía el tener que depender de este. Para ellos,

era una afrenta que Chepén se hubiera convertido en la matriz.34

El obispado respondió a las múltiples quejas de la feligresía y ordenó

que se restaurase la pila bautismal a su lugar original, que se reubicasen

las ampolletas con los santos óleos y que se reabriese la huayrona para que

se siguiese dando la doctrina a los indios. Aparentemente, el problema

quedaba resuelto, pero, en realidad, el tema de fondo se mantenía en pie:

los agustinos tenían que enfrentar ya no la cesión de la virgen o de la custodia,

como antaño, sino del mismo santuario —la iglesia y, por añadido,

su convento— al obispado, que parecía ahora controlar a tan rica orden.

Los agustinos se vieron envueltos en un grave conflicto. De un lado, estaba

el obispado de Trujillo, que tenía la excusa perfecta para posesionarse del

santuario, ya que la Corona había ordenado que las iglesias que administrasen

sacramentos pasaran al control del clero secular; del otro, estaba el

pueblo, que reivindicaba la posesión del santuario y la tradición de contar

con el alivio espiritual de la religión en el mismo pueblo de Guadalupe.

En este contexto, para todos fue un alivio que, en diciembre de 1765,

se presentara en la región el padre visitador general de los agustinos del

Perú y Chile y planteara una solución muy diferente, pero que pondría

fin al conflicto: la orden ofrecía construir otra iglesia en el mismo pueblo

de Guadalupe a fin de que a ella se pasase la pila bautismal y toda

la administración de sacramentos y doctrina que normalmente la gente

recibía; además, se elaboraría una nueva imagen para dicha iglesia. De

este modo, el clérigo encargado del curato de Chepén podría echar mano

de este templo para el cumplimiento de sus deberes. Esta nueva iglesia

serviría así de viceparroquia. En resumen, esta se encontraría bajo control

del obispado, con lo que las funciones del clérigo no se mezclarían con las del santuario. Se trató de una solución salomónica que trajo alivio a

todos los interesados: a las autoridades, que finalmente impondrían su

criterio, sin dar marcha atrás; al pueblo, que recibiría los sacramentos y que

contaría con dos iglesias; y, finalmente, a los agustinos, que mantendrían

su iglesia y convento y lograrían que «con mayor estrictez se guarde la

observancia regular»,35 pues, al fin y al cabo, eran monjes enclaustrados.

Hacia 1784, era un hecho aceptado por el pueblo —y que constaba en

actas— que el cura de Chepén tenía un ayudante en Guadalupe.

No obstante este acuerdo, el santuario de Guadalupe siguió siendo sumamente

atractivo para el obispado. De otro lado, el acuerdo de 1765 se

demoró bastante en ser aplicado como para que, en 1771, el problema no

resuelto volviera a estallar. Ese año, Juan Ignacio Gorrichátegui, examinador

sinodal del obispado de Trujillo, cura, vicario y juez eclesiástico y de

idolatrías, maleficios y supersticiones de las doctrinas de Paita y Colán y

sus anexos, fue designado visitador general de todos los valles del norte. A

nombre del obispo Luna Victoria, Gorrichátegui realizó una segunda visita

al santuario para reconocer su situación. La custodia siguió siendo el tema

principal, pues se señaló que la encontró «con sobresaliente decencia».36

Más aún, la Corona no había olvidado su voluntad de controlar a las

órdenes religiosas, pues fue justamente en la década de 1770 cuando

comenzaron a llevarse adelante las conocidas reformas borbónicas, entre

las que no dejaron de ser importantes las de índole religiosa. Más que

resolverse con la promesa de construir una nueva iglesia, el asunto del

santuario se había ido dilatando. El problema surgió nuevamente cuando

falleció el prior agustino, fray Manuel Prieto, quien contaba con un gran

respeto en la región y había logrado mantener el asunto bajo control. Pero

a su muerte, el recientemente nombrado clérigo del curato de Chepén

y Guadalupe, Josef Nicolás López de la Barrera, reclamó el manejo de

la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe. El presbítero exigió que le

fueran entregadas ya no la imagen ni tampoco la custodia, sino todos los

ornamentos y alhajas del santuario, para lo cual contaba con el apoyo del obispado. Los agustinos decidieron enfrentar la situación y apelar ante

todo aquel que quisiera escucharlos, pero hasta el mismo virrey Manuel

Amat estableció que no había ningún motivo por el cual Guadalupe no

podía pasar al control de López de la Barrera.

De pronto, el conflicto amainó, aunque no sabemos cómo y por qué.

Mientras tanto, el santuario comenzó a resurgir lentamente: si bien

siguió dándose espacio a la custodia, la Virgen volvió a ser el elemento

central de atención de la feligresía. Se mejoró la iglesia, pues se construyó

un nuevo claustro y se compraron varios cuadros de la escuela quiteña.

Volvió a tener novicios, e incluso en un número mayor que el que hubo

en el siglo XVII, etapa de apogeo del santuario: al parecer, llegaron a

rondar la centena.

Pero el problema solo se había mantenido latente y resurgió en 1789,

cuando el intendente de Trujillo, Fernando Saavedra, intervino directamente

en el conflicto y ordenó la entrega del convento. Los agustinos

reaccionaron de inmediato y su apelación llegó a la corte, pues, para

1797, se emitió una real cédula en la cual se mandaba construir la nueva

iglesia, con el fin de que esta fuera servida por un párroco secular y así el

santuario se quedara en manos de la orden. Bajo esta presión, y con «la

misericordia de Dios, pues parecía no poder cubrir ni los gastos ordinarios

», se construyó una nueva iglesia en «lo último del pueblo sin casa

alguna a la espalda», a 480 varas de donde quedaba la iglesia principal.

Este templo fue inaugurado el 10 de diciembre de 1799. Desafortunadamente,

el derrumbe de su techo, el 13 de marzo del año siguiente, dañó

la imagen de la Virgen que allí había sido colocada (y que era copia de

aquella que se guardaba en el santuario).37

En esta ocasión, las autoridades no aceptaron demoras: los agustinos

tenían que construir una nueva iglesia o perderían el santuario. La orden

afrontó la tarea con rapidez. Si antes se habían demorado en encontrar

un terreno adecuado para levantar la iglesia, ahora hallaron uno justo

frente a la plaza del mismo convento. Para su construcción, se contó

con el maestro mayor de alarifes Evaristo Noriega, quien terminó por desarrollar una versión en menor escala de la iglesia de Nuestra Señora

de Guadalupe. Los materiales se consiguieron en la localidad: la piedra

laja se sacó del cerro de San Josef, y hasta los restos de la primera iglesia

sirvieron para los cimientos. La obra total costó 9085 pesos, de los cuales

8500 entregó el padre visitador de la orden a don Vicente Labora, hacendado

importante, encargado de tenerlos en depósito y a disposición

del obispo. El resto tuvo que cubrirlo el santuario.38

Quizás por este motivo el convento vendió la hacienda de Talambo. Aunque

las razones que se adujeron en la solicitud de permiso para vender a las

autoridades agustinas de Lima fueron que la hacienda estaba muy venida

a menos, sin aperos y con muy poco cultivo, resulta muy suspicaz que la

venta se realizara entre 1801 y 1802, precisamente cuando el convento

tenía que construir la segunda iglesia.39 Sin embargo, no se puede descartar

que la hacienda, efectivamente, le diera poca o ninguna utilidad.

En esta ocasión, la iglesia sí fue construida sólidamente, lo suficiente

como para soportar un terremoto acaecido en 1803, cuando aún las

obras estaban en marcha. El alarife Noriega no se fue del valle mientras se

construía la nueva iglesia, y ayudó a reparar otras en Trujillo después del

mencionado terremoto. Además, se sabe que diversos artesanos estuvieron

trabajando en Guadalupe, como Sebastián Marquina, maestro mayor

de plateros, y el pintor Cayetano Ruales. Posiblemente, se encargaron

de remozar el santuario o de componer la nueva iglesia.40

Ahora bien, la información de estas dos iglesias se diluye en los archivos

y en el tiempo. Ambas estaban ubicadas frente a frente en la plaza

mayor y se sabe que en 1804 y 1817 se colocaron dos campanas, pero

no se conoce si esto ocurrió en la primera o en la segunda iglesia. Dichos

instrumentos siempre se colocaban para alguna celebración importante,

y quizás también la norma se cumplió en 1817: ¿se trató de la entrega

de la nueva iglesia?, ¿o de que se hubiera salvado el santuario de caer en las manos del clero secular y, por lo tanto, del obispado? No lo sabemos,

pero lo que sí podemos afirmar es que los problemas no terminaron aquí,

sino que continuaron —e incluso se agravaron—: la competencia fue

feroz entre las dos iglesias, entre las feligresías de una y otra, y entre los

agustinos y las autoridades religiosas.

Finalmente, en 1828, el Estado republicano dio una ley de secularización

de los conventos con pocos religiosos (que era el caso de Guadalupe),

medida que afectaba al santuario en conjunto, más aún cuando había

otra iglesia para el pueblo. No obstante, la orden nunca llegó a cumplirse.

La víspera del 7 de diciembre de ese año —fecha central de la fiesta del

santuario—, unos cohetes mal dirigidos impactaron en el techo de la

segunda iglesia, y el pueblo fue testigo de su destrucción por el fuego.

Al haber nuevamente una sola iglesia, no fue posible que esta pasara a

propiedad del Estado, lo que sí ocurrió con el convento.